La fortaleza de la familia en tiempos de pandemia

Me complace poder participar en este ciclo de encuentros para el mes de la familia. Nos acercamos al quinto aniversario de la Exhortación Apostólica Postsinodal, Amoris laetitia, y es bueno mantener viva esta perspectiva. El Sínodo sobre la Familia – en las dos asambleas en las que tuvo lugar – mostró su poder de profecía en un mundo donde la familia, en toda su fragilidad, sigue siendo el pilar fundamental de las sociedades. Y este hecho lo estamos presenciando también en esta época de pandemia. Mientras que toda la humanidad está siendo puesta a prueba, la familia sigue siendo el punto de referencia para la gran mayoría de la población.

La pandemia de COVID-19 nos pone en una situación de dificultad sin precedentes, dramática y de alcance mundial: su repercusión en la desestabilización de nuestro proyecto de vida crece cada día más. La omnipresencia de la amenaza pone en duda las evidencias que, hasta ahora, en nuestros sistemas de vida, resultaban evidentes. Estamos experimentando dolorosamente una paradoja que nunca hubiéramos imaginado: para sobrevivir a la enfermedad debemos aislarnos unos de otros, pero si aprendiéramos a vivir aislados unos de otros, nos daríamos cuenta de lo esencial que es para nuestras vidas, vivir con los demás.

En medio de nuestra euforia tecnológica nos encontramos impreparados ante la propagación del contagio: hemos tenido dificultades en reconocer y admitir su impacto. E incluso ahora, estamos luchando fatigosamente para detener su propagación. Esta desestabilización está fuera del alcance de la ciencia y de la técnica del sistema terapéutico. Sería injusto – y erróneo – cargar a los científicos y técnicos con esta responsabilidad. Al mismo tiempo, es ciertamente indiscutible que, además de buscar medicamentos y vacunas, es igualmente urgente adquirir una mayor profundidad de visión, así como una mayor responsabilidad en la contribución reflexiva al significado y los valores del humanismo. Eso no es todo. El ejercicio de esta profundidad y de esta responsabilidad crea un contexto simbólico de cohesión y unidad, de alianza y fraternidad, en razón de nuestra humanidad compartida, que, lejos de menospreciar la contribución de los hombres y mujeres de la ciencia y del gobierno, sostiene y sosiega en gran medida su tarea.

Bueno, divido mi exposición en tres puntos: 1. Solidarios en la vulnerabilidad y en los límites; 2. De la interconexión de facto a la solidaridad deseada; 3. La familia puesta a prueba.

 1.Solidarios en la vulnerabilidad y en los límites

En primer lugar, creo que es importante subrayar que con esta pandemia hemos tocado la fragilidad, la finitud y la vulnerabilidad del ser humano, de todos nosotros. Creíamos estar preservados de ellas, debido a nuestras ilusiones tecnocientíficas. La sensación de control (total) que estas ilusiones nos inculcaron resultaron ser falsas. La situación en nuestro mundo ya nos había dado señales de alarma, pero ahora son más graves, nos sacuden de una manera más traumática.

El Papa, el 27 de marzo, en una plaza san Pedro vacía, comentando el pasaje de la tormenta calmada (del Evangelio de Marcos 4, 35 y siguientes) dijo: “no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo” (Francisco). Si no despertamos, aprendiendo de las contradicciones ante las que fuimos sordos y ciegos, la lección de este momento caerá en el vacío y el sufrimiento que estamos experimentando habrá sido en vano.

Con la pandemia, nuestras reivindicaciones de autodeterminación y control autónomo se han detenido abruptamente. Se trata de un momento de crisis que requiere un discernimiento más profundo. Tenía que suceder, tarde o temprano, porque el hechizo había durado demasiado tiempo, como el Papa nos ha dicho. La epidemia de COVID-19 está vinculada, en gran medida, a la depredación que hemos perpetrado contra la tierra y al despojamiento de su valor intrínseco. Es un síntoma del malestar de nuestra tierra, que revela, al mismo tiempo, nuestra incapacidad para cuidarla y es, además, un signo de nuestro malestar espiritual (Laudato Si, n. 119). ¿Seremos capaces de colmar el trecho que nos ha separado de nuestro mundo natural y ha transformado, con demasiada frecuencia, nuestra subjetividad resuelta y decisiva en una amenaza para la creación, en una amenaza para los demás?

Consideremos la concatenación de los siguientes fenómenos: el aumento de la deforestación empuja a los animales salvajes a acercarse a los hábitats ocupados por los humanos. Los virus presentes en los animales, por lo tanto, se transmiten a los humanos, exacerbando así la realidad de las zoonosis, un fenómeno bien conocido por los científicos, que se convierte en vehículo de muchas enfermedades. La exagerada demanda de carne en los países del mundo desarrollado ha dado lugar a enormes complejos industriales para la cría y explotación de ganado. Es fácil ver cómo estas interacciones pueden causar esencialmente la propagación de un virus, a través del transporte internacional, la movilidad masiva de personas, los viajes de negocios, el turismo, etc…

El fenómeno de la COVID-19 no es sólo el resultado de eventos naturales. Lo que ocurre en la naturaleza es ya el resultado de una compleja intermediación con el mundo humano de las opciones económicas y los modelos de desarrollo, a su vez “infectados” por un “virus” diferente de nuestra creación: es el resultado, más que la causa, de la avaricia financiera, de la condescendencia hacia los estilos de vida definidos por el consumismo, la satisfacción y el exceso. Hemos construido un ethos de prevaricación y desprecio hacia lo que nos ha sido dado en la promesa primordial de la creación. Por esta razón, estamos llamados a reconsiderar nuestra relación con el hábitat natural en el que vivimos, para reconocer que habitamos en esta tierra como sus administradores, no como amos y señores.

Por lo tanto, ahora corremos otro riesgo: responder a estas situaciones, provocadas por nuestras conciencias, buscando solamente soluciones operativas. Sin embargo, necesitamos una conversión al mismo tiempo ecológica y moral. Corremos un riesgo real si nos situamos en un plano que podríamos definir “altruismo racional”, es decir, un altruismo que razone de la siguiente manera: así como he comprendido que la seguridad del otro es también necesaria para mi bienestar, entonces trato de que no enferme, que no transmita el virus, es decir, que esté bien para que su bienestar pueda serme provechoso. Si esto ocurriera, y ya hay muchas señales en este sentido a nivel personal y también internacional, no sacaríamos de esta experiencia las lecciones que puede darnos. Pensemos en lo que pasó con las mascarillas o en el escenario que se anuncia en lo que respecta la vacuna y su distribución.

Por lo tanto, este primer nivel debe ser considerado de manera realista como un punto de partida, que puede tener su propia validez, pero no es suficiente para una conversión auténtica, para la cual necesitamos descender a un nivel más profundo.

 

  1. De la interconexión de facto a la solidaridad deseada

En esta experiencia de la pandemia también hemos constatado que todos estamos interconectados: por un lado, nadie está a salvo de los peligros que conlleva el virus, aunque no todos de la misma manera: los más vulnerables están más expuestos; por otro lado, el comportamiento de cada uno recae sobre los hombros de los demás. Ahora, más que nunca, en esta terrible coyuntura, estamos llamados con urgencia a tomar conciencia de esta reciprocidad sobre la que reposan nuestras vidas. Darse cuenta de que cada vida es una vida común, es la vida de unos y otros. Los recursos de una comunidad, que se niega a considerar la vida humana como un único hecho biológico, son un bien precioso, que también acompaña responsablemente todas las actividades necesarias de cuidado. Tal vez hemos erosionado descuidadamente este patrimonio, cuya riqueza marca la diferencia en momentos como este, subestimando gravemente los bienes relacionales que dicho patrimonio es capaz de compartir y distribuir en momentos en que los lazos emocionales y el espíritu comunitario se ponen a prueba, precisamente por las necesidades básicas para proteger la vida biológica.

Nuestra interconexión es un hecho. En la Encíclica Fratelli tutti el Papa Francisco subraya: “Si todo está conectado…” (34).

Nos hace a todos fuertes o, por el contrario, vulnerables, dependiendo de nuestra propia actitud hacia ella. Consideremos su relevancia a nivel nacional, para empezar. Aunque la COVID-19 puede afectar a todos, es especialmente dañino para poblaciones particulares, como los ancianos, o las personas con enfermedades asociadas y sistemas inmunológicos delicados. Las medidas políticas se toman para todos los ciudadanos por igual. Piden la solidaridad de los jóvenes y de los sanos con los más vulnerables. Piden sacrificios a muchas personas que dependen de la interacción pública y de la actividad económica para su vida. En los países más ricos estos sacrificios pueden compensarse temporalmente, pero en la mayoría de los países estas políticas de protección son simplemente imposibles.

Sin duda, en todos los países es necesario equilibrar el bien común de la salud pública con los intereses económicos. Durante las primeras etapas de la pandemia, la mayoría de los países se centraron en salvar vidas al máximo. Los hospitales, y especialmente los servicios de cuidados intensivos, eran insuficientes y sólo se ampliaron después de enormes luchas. Sorprendentemente, los servicios de atención sobrevivieron gracias a los impresionantes sacrificios de médicos, enfermeras y otros profesionales de la sanidad, más que por la inversión tecnológica. Sin embargo, el enfoque en la atención hospitalaria desvió la atención de otras instituciones de cuidados. Las residencias de ancianos, por ejemplo, se vieron gravemente afectadas por la pandemia, y sólo en una etapa tardía se dispuso de suficientes equipos de protección y test. Los debates éticos sobre la asignación de recursos se basaron principalmente en consideraciones utilitarias, sin prestar atención a las personas que experimentaban un mayor riesgo y una mayor vulnerabilidad. En la mayoría de los países se ignoró el papel de los médicos generales, mientras que para muchas personas son el primer contacto en el sistema de atención. El resultado ha sido un aumento de las muertes y discapacidades por causas distintas de la COVID-19.

Dos formas de pensar bastante burdas, que se han convertido en sentido común y puntos de referencia en lo que respecta a la libertad y los derechos, están siendo cuestionadas. La primera es “Mi libertad termina donde comienza la del otro”. La fórmula, ya peligrosamente ambigua en sí misma, es inadecuada para la comprensión de la experiencia real y no es casualidad que sea afirmada por quienes están en posición de fuerza: nuestras libertades siempre se entrelazan y se superponen, para bien o para mal. Es necesario, más bien, aprender a hacerlas cooperar, en vista del bien común y superar las tendencias, que incluso la epidemia puede alimentar, de ver en el otro una amenaza “infecciosa” de la que distanciarse y un enemigo del que protegerse. La segunda: “Mi vida depende únicamente y exclusivamente de mí”. Esto no es así. Somos parte de la humanidad y la humanidad es parte de nosotros: debemos aceptar esta dependencia y apreciar la responsabilidad que nos hace participantes y protagonistas. No hay derecho alguno que no tenga como implicación un deber correspondiente: la coexistencia de lo libre e igual es un tema exquisitamente ético, no técnico. Por lo tanto, estamos llamados a reconocer, con nueva y profunda emoción, que estamos encomendados el uno al otro. Nunca antes la relación de los cuidados se había presentado como el paradigma fundamental de nuestra convivencia humana. La mutación de la interdependencia de facto a la solidaridad deseada no es una transformación automática. Tenemos que elegirla.

Ya tenemos varios signos de este cambio hacia las acciones responsables y el comportamiento fraternal. Lo vemos con especial claridad en la dedicación de los trabajadores de la sanidad, que ponen generosamente todas sus energías en acción, a veces incluso a riesgo de su propia salud o vida, para aliviar el sufrimiento de los enfermos. Su profesionalidad se despliega mucho más allá de la lógica de los vínculos contractuales, lo que demuestra que el trabajo es ante todo una esfera de expresión de significados y valores, y no sólo una “mercancía” que se intercambia por una remuneración. Pero esto también se aplica a los investigadores y científicos que ponen sus habilidades al servicio de las personas. La determinación de compartir los puntos fuertes y la información ha permitido establecer rápidas colaboraciones entre las redes de centros de investigación para los protocolos experimentales que determinan la seguridad y la eficacia de los fármacos.

Es evidente que la dinámica de la solidaridad necesita ir mucho más allá de un compromiso general para ayudar a los que sufren. Una pandemia nos invita a todos a abordar y reformar las dimensiones estructurales de nuestra comunidad mundial que son opresivas e injustas, lo que la conciencia religiosa llama “estructuras de pecado”. He de repetirlo: estamos todos en la misma tormenta, pero en diferentes barcos, los más frágiles sucumben enseguida.

El bien común a nivel mundial no puede lograrse sin una verdadera conversión de los corazones y las mentes (Laudato sí, 217-221). El llamamiento a la conversión se dirige a nuestra responsabilidad: su miopía es imputable a nuestra falta de voluntad de mirar la vulnerabilidad de las poblaciones más débiles a nivel mundial, y no a nuestra incapacidad de ver lo que es tan obviamente claro. Una apertura diferente puede ampliar el horizonte de nuestra imaginación moral, para incluir finalmente lo que ha sido descaradamente pasado por alto y relegado al silencio.

En el plano político, la situación actual nos insta a tener una mirada lo suficientemente amplia. En las relaciones internacionales desafortunadamente hay una lógica miope e ilusoria que trata de dar respuestas en términos de “intereses nacionales”. Sin una colaboración efectiva y una coordinación eficaz, que asuma decisiones aun a sabiendas de inevitables resistencias políticas, comerciales, ideológicas y relacionales, los virus no se detendrán. Ciertamente, se trata de decisiones muy serias y onerosas: se necesita una visión abierta y elecciones que no siempre van de acuerdo con los sentimientos inmediatos de las poblaciones individuales. Pero dentro de una dinámica tan marcadamente global, las respuestas para ser eficaces no pueden quedar limitadas a sus propios confines territoriales.

 

  1. La familia puesta a prueba

En esta crisis relacional generada por el estallido de la pandemia, las familias han desempeñado y siguen desempeñando un papel fundamental. Especialmente en los países donde ha habido un cierre particularmente estricto, las personas se han encontrado de repente viviendo durante semanas encerradas en casa, en sus familias.

Esta situación ha puesto a prueba a las familias, sometiéndolas a una prueba de estrés sin precedentes, especialmente en las zonas urbanas y densamente pobladas. Pensemos también en las megalópolis del continente latinoamericano. ¿Cuáles han sido los resultados? En resumen, puede decirse que la COVID-19 ha puesto de relieve, a veces de manera trágica, las fragilidades internas de las familias y las dificultades sociales que deberían ayudarlas. Sin embargo, al mismo tiempo, las familias han mostrado recursos y potencialidades inimaginables, que han permitido a la mayoría de la población superar este grave momento de crisis. Me gustaría empezar precisamente a partir de estas notorias señales positivas.

El vínculo familiar, incluso cuando es frágil y probado, ha sido el que ha mantenido la estructura social de la vida cotidiana de nuestras ciudades.  Si los hombres y mujeres en el momento del confinamiento no percibieron un abandono total, fue gracias, en primer lugar, a los lazos familiares, vividos en el hogar o en su defecto continuamente mantenidos en la trama de relaciones que hemos aprendido a redibujar en la lógica permitida por la pandemia. La familia, principal generadora de la forma relacional de la existencia, ha guardado esta socialidad en esta emergencia. La fuerza de cohesión ha sido más fuerte que muchas de las fragilidades aún presentes hoy en día. No es poca cosa. Esto lleva a decir que a pesar de todas las crisis por las que está pasando, la familia sigue siendo una dimensión decisiva del tejido social. Esta fuerza social que la familia representa se ha revelado particularmente valiosa desde el momento que la crisis ha afectado a los más pequeños o a los ancianos, a los débiles y a los enfermos. La familia apareció una vez más, de manera rotunda, como el lugar del cuidado por excelencia, el lugar donde atender las necesidades de los demás, de compartir los propios talentos libre y generosamente. Y si hay un aspecto que ha destacado particularmente este vínculo estructural, ha sido la trágica imposibilidad, a veces, de acompañar a los seres queridos en momentos de enfermedad y, en el momento de la muerte, de celebrar los funerales de los familiares. Un dolor terrible, precisamente porque era inhumano, contra natura.

El tema de la familia como lugar de transmisión de la fe merece un énfasis especial en este tiempo de pandemia. Debido a la emergencia el ministerio de la transmisión de la fe por la familia ha surgido de manera sorprendente, incluso en aquellos contextos (pienso en el mundo occidental y en las zonas urbanas) en los que el fenómeno de la secularización ha puesto en tela de juicio un cierto modelo de experiencia cristiana doméstica. Las grandes preguntas de significado que la emergencia sanitaria está haciendo más fuertes y urgentes encuentran su primer lugar de expresión dentro del hogar. ¡Cuántos padres, cuántos ancianos, intentan a diario releer a la luz de su experiencia creyente este tiempo difícil que está poniendo a dura prueba la vida de todos! ¡Cuántas palabras de consuelo hacia los pequeños están llenando los diálogos en tantas familias! ¡Cuántos debates con adolescentes y jóvenes, llamados a repensar su vida cotidiana y a cuestionarse con renovada voluntad! ¡Cuántas oraciones…! Verdaderamente muchas familias cristianas son hoy un lugar de profunda y verdadera catequesis, de testimonios excepcionales para no ceder a la tristeza y a la desesperación. Si pienso en las celebraciones de la última Pascua debo decir que ha habido experiencias realmente ejemplares. Cabe destacar la celebración del Triduo Pascual, de la primavera pasada en las casas, debido a la suspensión de las actividades litúrgicas en las iglesias. Fue una experiencia que ciertamente no deseamos repetir, pero al mismo tiempo fue una ocasión excepcional, especialmente en aquellos casos en que se ayudó a las familias a vivir estos signos religiosos dentro del hogar. Pero las familias alejadas de la vida eclesial o no creyentes no son menos: ofrecer razones de esperanza y razones de responsabilidad a los niños es ciertamente un servicio esencial para el Evangelio de la vida. No debemos olvidar toda esta rica experiencia cuando, por fin, nos libremos de las limitaciones de la pandemia.

Junto a esta riqueza, sin embargo, no podemos olvidar las muchas dificultades a las que se ven expuestas las familias en un momento tan difícil. La COVID-19 ha puesto de relieve y amplificado la fragilidad, las limitaciones, las graves responsabilidades tanto de los individuos como de la propia sociedad y de las propias familias. La grave crisis económica generada por la suspensión de muchas actividades a causa de la pandemia, lamentablemente sólo parcialmente atenuada por las intervenciones extraordinarias de los gobiernos, se ha extendido a la familia que, una vez más, es el primer y más eficaz amortiguador social, al menos cuando se le proporcionan suficientes medios económicos. En realidad, la crisis económica generada por la COVID-19 tiene efectos devastadores en las familias que ya padecen condiciones de pobreza grave y media, a las que se añaden las numerosas familias que antes de la pandemia vivían justo por encima del umbral de pobreza y que se encontraron de repente en una situación grave e imprevista. Las cifras de la FAO sobre el aumento del número de personas que padecen hambre son impresionantes, por no decir más.

Además de las dificultades económicas, no debemos olvidar las numerosas pobrezas estructurales y relacionales que la COVID-19 ha puesto de relieve. Casas destartaladas, instalaciones sanitarias inadecuadas, poblaciones enteras privadas de conexiones o suministros constantes hacen insoportable la vida de millones de familias. Por último, y la historia aquí se hace más dolorosa, no podemos callar el aumento de la violencia doméstica, especialmente contra las mujeres, así como el aumento de los embarazos entre las mujeres muy jóvenes y el abandono de los ancianos. La COVID-19 nos recuerda que, desafortunadamente no pocas veces, nuestras familias pueden ser verdaderos infiernos que no le importan a nadie.

Lo que hemos aprendido en la familia, viviendo juntos las alegrías y las labores de la vida, es una vez más el camino principal por el que podemos enfrentarnos a este tiempo cuyo final todavía parece muy lejano. Ciertamente, el ejemplo de muchas familias que se han ayudado y apoyado mutuamente en este difícil momento debe ser tomado en su poder de esperanza. También hay que destacar lo valiosa que es la experiencia de las comunidades parroquiales que han ayudado a los barrios a ser más familiares, más solidarios, más fraternos. Si podemos obtener una indicación de este tiempo sería la de intensificar las relaciones entre las familias y la parroquia para que juntas sean un signo de la presencia de Dios en la sociedad. Una presencia buena que ayuda a la sociedad misma a ser más fraternal. La última encíclica del Papa Francisco, “Fratelli tutti” también es una brújula para que las familias lleven a cabo su misión – integradas en el tejido de la comunidad parroquial – de dar testimonio de que nadie es huérfano o está solo. Por el contrario, somos “todos hermanos y hermanas”.

Gracias por su atención.

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