Primer aniversario de la beatificación del arzobispo Oscar Arnulfo Romero Gadámez

Basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina, 23 de mayo de 2016

Querido Embajador del Salvador ante la Santa Sede,

Distinguidos Señores Embajadores,

Apreciados amigos y amigas,

Con gran emoción nos encontramos hoy, en torno a este altar para celebrar el aniversario de la beatificación del arzobispo Oscar Arnulfo Romero Gadámez. Es sin duda un aniversario lleno de significado. Por años –para mí y para la comunidad de Sant’Egidio, desde el 1992- nos hemos reunido para celebrar cada año el aniversario de su muerte, pero desde este año los aniversarios son distintos. La Iglesia celebra la beatificación de un hijo suyo que como el Buen Pastor ha dado la vida por sus ovejas.

En esta celebración tengo todavía ante mis ojos el pueblo creyente de San Salvador –casi setecientas mil personas- reunido al rededor del altar para contemplar en el Cielo a su Pastor. Y también recuerdo que en el momento de la lectura de la bula papal se produjo un singular prodigio en el cielo: Un arcoiris de forma circular separaba las nubes y hacía aparecer ante los ojos de todos un espacio azul en el cielo. Escuchando hoy el Evangelio de este día podría decir que se trataba de un hombre rico que entraba por el ojo de una ahuja en el Reino de los Cielos. Podríamos decir que era la confirmación de la santidad discipular de Romero. Su testimonio que había sostenido tantos creyentes en su País ahora se extendía a la Iglesia universal.

Eran bien conocidas los dificultades que se habían puesto al  camino de Romero hacia el altar del Cielo, el Papa Francisco ha hablado de un martirio incluso después de la muerte, podríamos decir que la entera vida de Romero hasta el año pasado ha sido toda ella un camino hacia el altar, de la cual una etapa fundamental había sido la Misa inconclusa en el altar del hospitaleto. Hoy la Iglesia nos muestra a uno de esos hijos suyos que han dejado todo, incluso su propia vida, para seguir a Jesús.

Podemos decir que Romero ha caminado progresivamente hacia la santidad del altar. No se ha hecho Santo de inmediato. Pero  durante toda su vida se ha esforzado en seguir al Señor; ha intentado observar todos sus mandamientos y cada vez que Jesús le iba hablando Romero escuchaba sus palabras y crecía en la obediencia al Evangelio y en el amor por sus hermanos, hasta que ha llegado la última petición: “vende todo lo que tienes y donalo a los pobres”; y Romero –particularmente desde la muerte del Padre Rutilio Grande- ha vendido todo, o mejor dicho ha gastado toda su vida por los pobres. Este es el gran testimonio que ofrece a la Iglesia de hoy, a la Iglesia del Papa Francisco.

Queridos amigos embajadores, permítanme decirles que en realidad somos nosotros quienes hoy tenemos un tesoro en el Cielo. El Papa Francisco tiene en el beato Romero de verdad un tesoro en el Cielo, un protector de su misión de una Iglesia que sea toda ella misionera, de una Iglesia que sea pobre para los pobres.

El tesoro en el Cielo lo tiene también su pueblo salvadoreño que en este tiempo particularmente difícil tiene necesidad no sólo de un ejemplo de cristiano y de pastor, sino también de una ayuda para que se restablezca esa paz que Romero siempre ha buscado y por la cual ha derramado su sangre.

Un tesoro en el Cielo tiene también el basto pueblo latinoamericano. Un hijo suyo, Oscar Arnulfo Romero, que pide a todo el pueblo de América Latina que haga cada vez más evidente la opción preferencial por los pobres que en Medellín tocó particularmente su mente y su corazón. En Romero vemos también a tantos otros testigos de la Iglesia latinoamericana que han dado su vida por los pobres. Son una riqueza para toda la Iglesia y para el mundo, especialmente en este tiempo.

Un tesoro en el Cielo lo tiene también ahora la Iglesia universal. Siempre me ha impresionado la extraordinaria devoción de tantos católicos, de tantos cristianos en tantas partes del mundo por el arzobispo Romero, en razón de su testimonio. Les refiero una experiencia entre tantas que podría referir de hace apenas pocos días.  Los miembros de una  comisión por la paz de la Iglesia Católica en China me pedía una reliquia del beato Romero porque lo habían elegido como su patrón.

Un tesoro en el Cielo lo tienen también tantos laicos no creyentes que, sin embargo, tienen en el corazón la causa de los últimos. Me ha impresionado en estos días un hombre que ha escrito al Papa Francisco “que no lograba separarse de la cruz de Romero que tenía entre sus manos”.

Hoy Romero es de verdad una estrella en el Cielo de Dios y de los hombres. Lo que parecía imposible para los hombres, para Dios ha sido posible: Un hijo de uno de los países más pequeños del mundo hoy está delante de nosotros como luz en el camino de la paz. ¿ No es impresionante que esta memoria de Romero ocurra en estos días en que en Estambul se reúne el primer vértice humanitario mundial convocado por las Naciones Unidas, que entre otras cosas ya habían designado a Romero en el pasado como defensor de los derechos humanos?

Queridos amigos, nos encontramos aquí en esta Iglesia dedicada a los nuevos mártires de este tiempo, Romero como muchas veces repito, es simbólicamente el primero de esta larga cadena. Que estos testigos que están delante del altar de Dios para interceder por el mundo entero estén también delante de nuestros ojos para contemplarlos y para que aunque con tantas debilidades de nuestra parte intentemos imitarlos.   Amén.