LOS DESAFÍOS DE LA VIDA Y EL FUTURO DE LA COMUNIDAD HUMANA

Queridos amigos,

Es una buena noticia ver a muchos de nosotros reunidos hoy aquí para reflexionar y trabajar juntos sobre el destino del mundo; agradezco calurosamente a los organizadores de esta reunión por el proyecto y la invitación.

La posibilidad de un mundo verdaderamente humano, en un equilibrio lleno de justicia y paz, un sueño que hoy queremos, una vez más, reafirmar con gran fuerza, sólo es posible a través de un fuerte redescubrimiento de la vocación comunitaria del ser humano.

El derrumbamiento del nosotros

La sociedad de este comienzo del siglo XXI está marcada por algunos de los peores resultados del proceso que la cultura occidental moderna ha hecho y, de hecho, impuesto a todo el mundo. Estos efectos se concentran hoy en día en la evidencia de una contradicción que desarrolla una coyuntura crítica para nuestras comunes aspiraciones humanísticas. Si por un lado, gracias también a la contribución sustancial de la experiencia cristiana, los últimos siglos han visto crecer la atención al individuo, a su irremplazable y preciosa singularidad y al deseo de una vida hermosa, por otro lado estamos asistiendo a la explosión de la deriva individualista que conduce a la soledad, a encerrarse en sí mismo y al resentimiento hacia la sociedad organizada. El hombre contemporáneo, obsesionado por su destino personal, se expone a un narcisismo tan radical que se hace insensible a los que le rodean y ya no tiene la fuerza interior para construir la comunidad humana: la pasión por la condición y el “destino común” de los seres humanos, que alimenta la aspiración hacia una “fraternidad universal”, se vuelve débil e incierta. Esto es lo que yo a menudo llamo “el derrumbamiento del nosotros”.

Los hombres y mujeres de hoy están más conectados, pero ya no son hermanos y hermanas. Tecnología y economía, si por un lado tienen una burocracia más unificada, por otro disgregan afectivamente: el impulso de la eficiencia funcional mortifica la vida relacional. Estamos ante el proyecto de una verdadera “creación” cultural y social del individuo tomado de sí mismo y de su “potenciamiento” como fin. En la búsqueda de la autonomía, el individuo contemporáneo elimina, día tras día, el recuerdo de las raíces y vínculos que lo han generado y construido como persona humana. Un amigo mío, un conocido sociólogo italiano, Giuseppe De Rita, dijo hace algún tiempo que ha surgido una nueva religión, la “ego-latría”, un verdadero y real culto al “yo”, que ha arrasado por completo todas las demás perspectivas. El desgaste del vínculo social, en todos sus aspectos -familia, trabajo, cultura, política- es uno de los efectos más críticos de la difusión global de este individualismo sin mundo y sin historia. Es la parte más deteriorada de lo que Baumann ha llamado ingeniosamente la “condición líquida” de la existencia.

Humana Communitas

El Papa Francisco, con ocasión del XXV aniversario de la fundación de la Pontificia Academia para la Vida, que celebraremos oficialmente el 11 de febrero, ha querido escribir una carta, que pueden encontrar en la documentación de la conferencia, titulada Humana Communitas, en la que indica explícita y claramente que la comunidad humana es el lugar más pleno y verdadero para el desarrollo libre y consciente de cada hombre y mujer. Esto es lo que escribe el Papa: La comunidad humana ha sido el sueño de Dios desde antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,3-14). En ella el Hijo eterno generado por Dios tomó carne y sangre, corazón y afectos. En el misterio de la generación, la gran familia de la humanidad puede encontrarse  a sí misma. (1)

Y más adelante: En efecto, los numerosos recursos extraordinarios puestos a disposición de la criatura humana por la investigación científica y tecnológica corren el riesgo de oscurecer la alegría que procura el compartir fraternalmente y la belleza de las empresas comunes, cuando resulta que, por el contrario, obtendrían realmente su verdadero significado estando a su servicio. Debemos reconocer que la fraternidad sigue siendo la promesa perdida de la modernidad. La amplitud universal de la fraternidad que crece en la confianza recíproca – dentro de la ciudadanía moderna, entre pueblos y naciones – parece muy debilitada. (HC13)

En la trama de las relaciones que conforman el individuo contemporáneo debemos reportar las cuestiones fundamentales que habitan su corazón, su mente, incluso su cuerpo, que de otro modo no podrían encontrar una respuesta exhaustiva. Incluso la urgente cuestión de los derechos, para que no se convierta en una mera declaración de intenciones, ha de ser situada, fundada, expresada y realizada, no en referencia a un “yo” separado, sino en la referencia más completa a un “nosotros” humano. Sin una correlación armoniosa de derechos y deberes compartidos, la protección justa de la persona ya no está garantizada, y la vida de la comunidad no se hace más humana en absoluto. Pongamos un ejemplo: muy a menudo vemos la reducción del gran tema de la aspiración humana a la felicidad bajo perfil de la búsqueda de la gratificación psicofísica, que se convierte en criterio y medida única de la “calidad de vida” cotidiana. En realidad, si lo pensamos bien, el verdadero bienestar es el que brota de amarse unos a otros, de ser bien amados, es decir, amados y capaces de amar, acogidos y acogedores, “misericordiados” (como le gusta decir al Papa Francisco) y misericordiosos.

El desafío que la vida humana de más de siete mil millones de personas impone hoy es, por tanto, el desafío del nosotros: es decir, el de repensarse dentro de una red de relaciones que ciertamente marca, limita, se impone, pero precisamente por eso no abandona, sigue generando, permanece solidario con la esperanza de una salvación que puede reconciliarnos, juntos, con la esperanza compartida de la vida. Este desafío, si se piensa en ello, es el que fue asumido hace exactamente quinientos años – en 1529- por quienes fundaron la ciudad de La Habana. Y ha inspirado la opción, precisamente, de vivir juntos el sueño -o mejor dicho, la visión- de una sociedad que tuviera las características de una verdadera “humana communitas”. 

En mi opinión, hay dos pasos fundamentales en esta dirección. El primero se refiere a la reubicación de la necesaria cuestión ética sobre la vida humana en la medida en que la perspectiva global actual se impone. Es objetivamente absurdo y estéril abordar el análisis de cuestiones y preguntas individuales sin colocarlas previamente en un marco más amplio, capaz de asumir y comprender, en la medida de lo posible, la complejidad del mundo actual. Con respeto, en defensa, en la promoción de la vida, ahora todo se mantiene: no se pueden borrar los síntomas locales si no se interceptan las causas globales. La bioética global es la forma actual de cuestionar la calidad humana de las opciones que guardan y reafirman el destino último de la vida: la resistencia a la apertura de este ámbito radical del tema sería un grave malentendido de la actual responsabilidad de la fe.

         El segundo paso, por otra parte, es una ampliación del tema. En las últimas décadas, con razón, se ha prestado atención a la condición de nuestro planeta y a las consecuencias de la acción humana sobre el medio ambiente. Hoy es tiempo de ampliar esta preocupación, de la casa común a sus habitantes; precisamente porque la habitabilidad del planeta está en crisis por las acciones temerarias y egoístas de sus habitantes, ha llegado el momento de preocuparse seriamente por este comportamiento. El futuro del planeta pasa por un replanteamiento solidario de la vida de sus habitantes, llamados a redescubrirse en relación no sólo con los demás sino también con los lugares que albergan sus vidas.

Del nacer y del morir

El nacimiento y la muerte son dos momentos fundamentales en los que mostramos la soledad existencial a la que el hombre contemporáneo se condena cada vez más y, al mismo tiempo, los lugares de aparición de una posible respuesta positiva.

La desintegración de los lazos familiares está debilitando gravemente a las generaciones más jóvenes, que crecen cada vez más en contextos sociales primarios enrarecidos, si no hostiles, a la alianza entre las generaciones: decisiva para la construcción y transmisión del sentido de la vida humana. Frecuentemente asistimos a una verdadera evaporación de la figura paterna, debilitada en lo que se refiere a la mediación social, y a un consecuente abandono de la madre, ya no apoyada socialmente en su vocación generativa. La estrecha relación entre el aumento de las tasas de delincuencia entre los jóvenes y el debilitamiento de la experiencia familiar en la infancia es ya un hecho sabido gracias a numerosas investigaciones sobre el terreno. Un niño cuanto más es amado, acogido, deseado y apoyado en la alianza del padre y de la madre, más crece con una mirada positiva hacia el mundo y con confianza sustancial en el futuro y en los demás. La experiencia familiar, es decir, la conciencia de un vínculo que genera y salvaguarda y, al hacerlo, introduce en el sentido de la generación, resulta ser objetivamente decisiva, y precisamente por esto, y no por razones ideológicas, pide ser preservada y apoyada.

         Del mismo modo es muy significativa una comprensión solidaria y social de la muerte. Lo que me preocupa profundamente de la petición de aprobación de las diversas prácticas de eutanasia no es simplemente el hecho de que queramos pervertir el sentido de la práctica médica, dedicada por completo a la vida del paciente y no a su muerte, sino el hecho de que haya alguien que, en un momento particularmente grave y difícil de su existencia, pida la muerte. En la mayoría de los casos, se trata de personas solas y abandonadas a su suerte, a veces literalmente invadidas por una fría técnica inhumana. La verdadera respuesta a la cuestión de la eutanasia es una cercanía amorosa y amistosa, es un no dejar solo, es un cuidado recíproco. Los otros, especialmente los más cercanos, a veces muy molestos y difíciles de soportar, son de hecho también los que atacan a la vida, a los que vale la pena aferrarse en los momentos más difíciles. Qué maldición se ha impuesto el hombre contemporáneo al decidir morir solo, quizás también para no molestar, para no estorbar. Una vez más, resuena la frecuente advertencia del Papa Francisco sobre la cultura del descarte, que presenta en la rarefacción de los lazos de solidaridad y en la exclusión de la sociedad humana de los más débiles, sus formas más trágicas y peores.

La familia de los pueblos

La fuerza del vínculo familiar se muestra en sus características fundamentales. Una familia es construida sobre un proyecto de amor (que hace de la atracción de un encuentro la alianza de una vida) que une personas diferentes (un hombre y una mujer). Esta estructura se vuelve generadora de vida (el acontecimiento del nacimiento de la persona humana) y de su significado (la transmisión del amor en la comunidad humana). La familia asegura la estabilidad y la apertura positiva al futuro de la comunidad humana para cada uno de los seres espirituales que vienen al mundo en su cuerpo humano. La familia es el lugar de las relaciones personales y comunitarias que preceden, acompañan, reconocen al individuo como persona: es la impronta generativa y afectiva del “nosotros” personal y comunitario en el que heredamos el sentido y la justicia de nuestra irremplazable pertenencia al humano que debe ser amado, padecido, salvado en cada uno de nosotros. Hoy en día, el hombre y la mujer están fuertemente inducidos a retirarse de la belleza y la complejidad de esta transición hacia lo humano que tiene lugar a través de la calidad personal de su transmisión familiar. Necesitamos ser más comprensivos y agradecidos por la actual complejidad de esta transición familiar de lo humano. Pero debemos hacer todo lo posible para restituirle su belleza, su dignidad, su fuerza para toda la comunidad.

Toda la tradición humanística -que ha atravesado los siglos y ha acogido diferentes culturas y creencias- apoya esta perspectiva. Desde el famoso sabio de la antigua Roma, Cicerón, que hace más de 2000 años, dio una definición de familia de una extraordinaria claridad. Escribió que la familia es “principium urbis et quasi seminarium rei publicae”, fundamento de la ciudad y la escuela de la convivencia civil para la sociedad. Debilitar esta perspectiva sería perjudicial para la sociedad en su conjunto. El Papa Francisco – en la citada Carta – relanza el estrecho vínculo entre familia y sociedad: La iniciación familiar a la fraternidad entre las criaturas humanas puede ser considerada como un verdadero tesoro escondido, en vista de la reorganización comunitaria de las políticas sociales y de los derechos humanos, de los que existe una fuerte necesidad hoy en día. (HC 13)

En un mundo que necesita redescubrir la fuerza del nosotros, para encontrar su equilibrio y su paz duradera, basada en el respeto por la vida de cada hombre y cada mujer, en cada instante de su existencia, la familia humana, el proyecto de construcción de la familia de los pueblos se presenta con toda su fuerza. Una familia en la que la palabra amor, en su sentido más fuerte y exigente, vuelve a ser el centro, en la que la aceptación y el reconocimiento de la diferencia no se ven como un peligro, sino como la única fuente posible de una historia generativa, en la que el cuidado de los más pequeños y débiles es una cuestión decisiva.

El profeta Isaías, hace 2600 años, describió el sueño de Dios como un banquete de alimentos grasos, al que todos los pueblos de la tierra tienen acceso (Is 25, 6-10), donde cada lágrima es recogida y enjugada. No se puede ser feliz solo, no se puede vivir en paz sólo nosotros, construyendo muros que nos defiendan de las trampas del otro, diferente de nosotros. Sin el otro, el sueño de Dios es imposible, irrealizable.

Un desafío para todos

Una nueva etapa de fraternidad y familiaridad universal, en la que sólo es posible la búsqueda continua de la paz y el equilibrio mundial, exige que la perspectiva del nosotros, de un camino compartido e inclusivo, sea no sólo el objetivo a perseguir, sino también la forma de llevar a cabo dicho proyecto.

La fraternidad humana o es fruto de un camino compartido o simplemente no es. Es ciertamente tarea de los cristianos, es decir, de los que se reconocen hijos de aquel único padre que ama a todos y de los hermanos de aquel Hijo que muere por todos; sin embargo, no se trata de una tarea que han de realizar solamente ellos ni la pueden realizar ellos solos. La construcción de la comunidad humana no es un tema exclusivamente cristiano, pero es una realidad a la que todos los cristianos están llamados a servir para su actuación. Vuelvo a dirigir a los hermanos y hermanas en Cristo la invitación del Señor a ser uno, para que el mundo crea, a hacer como Jesús en la cruz, que extendió sus brazos para poder abrazar a todos, empezando por el centurión pagano y el ladrón que moría junto a él. Que nuestras acciones sean signos claros de esta mayor comunión, cuyo deseo se inscribe en el corazón de cada uno, que nuestras iglesias sean lugares abiertos y lugares de colaboración con todos, incluso con los más alejados de nosotros.

A los hombres de ciencia se les confía un papel especial. En esta era en la que el poder de la ciencia y la tecnología es tan omnipresente que marca en lo más íntimo la esencia misma del ser humano, es necesario recordar y recordarse mutuamente que el propósito de toda investigación científica es el bien de la humanidad, al que pertenecen todos los hombres y mujeres de este planeta, sin excepción alguna.

Hablando en este congreso tengo en mente la extraordinaria figura de un hijo de esta tierra, Félix Varela, que dio su vida por estos altos ideales. Su lucha por la abolición de la esclavitud y su compromiso con la independencia de Cuba, junto con su acción por la educación de los jóvenes, que le costó la pena de muerte y el exilio en Estados Unidos; su acción pastoral como sacerdote en Nueva York durante los años de la fundación de la ciudad y el fenómeno de las migraciones, hacen de Varela un ejemplo ilustre de ese humanismo cristiano que quiere una convivencia pacífica de todos en la común sociedad humana. Fuera de esta pasión por la familia humana, los intereses económicos, el egoísmo personal, los anhelos de poder, el éxito a toda costa, se convierten en los verdaderos maestros, los ídolos en cuyo altar se sacrifican hasta los afectos más queridos. Es urgente una nueva pasión por el hombre, un compromiso renovado para construir un mundo en el que todos puedan sentirse ciudadanos y todos puedan ser responsables del destino común de la paz.

En este congreso, que nos ha reunido a todos para soñar un orden mundial justo y lleno de amor, deseamos que nuestra amistad sea el primer singo de este cuidado apasionado de la familia humana. Se lo debemos a los siete mil millones de personas que habitan este planeta; se lo debemos a los niños que nacerán en nuestros días y que merecen una mamá, un papá, toda una familia, grande como el mundo que los acoge, que los ama y les entrega un futuro mejor que el hoy.

La Habana, Cuba, 27 enero 2019

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