La familia: un bien para la Iglesia y para la sociedad

Su Excelencia, estimados profesores, queridos todos,

Cinco años después de la Exhortación Apostólica Postsinodal, Amoris Laetitia, el Papa Francisco nos ha invitado a reflexionar de nuevo sobre las propuestas contenidas en el texto, fruto de un largo camino eclesial. No creo que haya ningún otro documento papal que haya tenido tal gestación. El texto ha implicado a todo el Pueblo de Dios de forma amplia y prolongada en el tiempo. Amoris Laetitia fue la “prueba de una posible sinodalidad” para la Iglesia nacida del Vaticano II: primero la escucha del “sensus fidelium” (LG,12) y luego el discernimiento a través de la colegialidad episcopal.

Es bueno reflexionar más sobre esta Exhortación Apostólica porque no pide simplemente una actualización de la pastoral familiar, sino mucho más: un cambio de ritmo y de estilo que afecta a la forma misma de la Iglesia, que está llamada a concebirse como Familia. Cuando la Iglesia (la diócesis, la parroquia, la comunidad cristiana) habla de la familia, también habla de sí misma, y viceversa. Por eso, no se trata simplemente de reorganizar la “pastoral familiar”, sino de hacer “familiar toda la pastoral” o, más claramente aún, de hacer “familiar toda la Iglesia”, hacer de la diócesis una familia, hacer de la parroquia una familia.

Por tanto, la Iglesia no puede presentarse -por desgracia, así ocurre a menudo- como un tribunal o fiscal para juzgar los cumplimientos y los incumplimientos de la ley sin tener en cuenta las dolorosas circunstancias de la vida y la redención interior de las conciencias. El Señor pide a la Iglesia, según Amoris Laetitia, que sea valiente y fuerte precisamente en la protección de los débiles, en la curación de las heridas de los padres y madres, de los hijos y de los hermanos; empezando por los que se reconocen prisioneros de sus culpas y desesperados por haber fracasado en la vida.

En definitiva, es fundamental comprender que si es cierto que el vínculo matrimonial entre marido y mujer es indisoluble, lo es aún más el de la Iglesia con sus hijos. Este último, en efecto, es como el vínculo de Cristo con la Iglesia, que está llena de pecadores, amados cuando todavía eran pecadores y nunca abandonados aunque vuelvan a caer en el pecado. Este es el gran misterio del que habla el apóstol Pablo. El deber maternal de la Iglesia es llevar a casa a los que se han equivocado para cuidarlos y curarlos. Obviamente no podría hacerlo si los dejara donde están, abandonados a su suerte porque “se lo han buscado”. Debemos emprender un nuevo estilo eclesial, consciente de la diversidad de situaciones y con la decisión de no dejar nunca a nadie solo.

 Una condición paradójica

En primer lugar, veamos la situación de las familias. La Exhortación Apostólica se abre con una visión de la realidad a la que nos enfrentamos. En síntesis extrema se podría decir que la familia se encuentra en una situación paradójica. Por un lado, de hecho, sigue siendo hoy el ideal al que todo el mundo se refiere: se siente como el lugar de seguridad, de refugio, de apoyo a la propia vida. Pero, por otro lado, vemos que los lazos familiares son cada vez más frágiles: las familias se dispersan, se dividen, se recomponen y se expanden. Los estudiosos más atentos hablan de las sociedades occidentales con un bajo nivel de familiaridad. La decisión tomada en el Reino Unido hace unos años de crear un “Ministerio de la Soledad” fue una sorpresa. No porque se preocupara por las cuestiones emocionales, sino por el peso económico del gran número de personas solas. En toda Europa, el número de personas que eligen estar solas o que están solas ha crecido de forma exponencial: ¡se trata de un 30% de las familias! Sin embargo, el clima cultural no es propicio para “formar” una familia.

Una de las razones es el aumento de la cultura individualista. Algunos intelectuales hablan de una “segunda revolución individualista”: vivimos en una sociedad en la que el “yo” prevalece sobre el “nosotros” y el individuo tiene más peso que la sociedad. Es obvio que en una sociedad así se prefiere la cohabitación al matrimonio, la independencia individual a la dependencia mutua. La familia, en una inversión total, se ve más como la “célula básica de la sociedad” que como la “célula básica del individuo”.  Cada uno de los cónyuges piensa en el otro en función de sí mismo, de su propia realización individual, en lugar de la creación de un “nosotros” de cara a un futuro a construir en común. El yo se convierte en el verdadero dueño incluso en el matrimonio y la familia. Un sociólogo italiano, Giuseppe De Rita, habla de “egolatría”, un verdadero culto al “yo”.

Hay que subrayar que el cristianismo moderno no ha sido inmune al virus del individualismo. Benedicto XVI lo señala sabiamente en su encíclica Spe Salvi, cuando habla de una reducción individualista del cristianismo: “¿Cómo es posible -se pregunta Benedicto XVI- que en el cristianismo moderno se haya afirmado la concepción de la salvación como un asunto individual, por la que cada persona cree que debe esforzarse por salvar su propia alma, mientras que toda la tradición bíblica y cristiana nos enseña que nos salvamos en un pueblo?” El Concilio Vaticano II lo expresó con gran claridad: “Dios podría haber salvado a los hombres individualmente, pero eligió salvarlos reuniéndolos en un pueblo”.

Este individualismo religioso se ha convertido en cómplice del individualismo que ha envenenado la forma “asociativa” de la existencia humana: los lazos asociativos que conllevan una estabilidad de elección se han debilitado y la sociedad se ha individualizado. Todas las formas de asociación sufren las consecuencias, empezando por la familia, que es el primer “nosotros” en ser eliminado. No voy a insistir en esto. Pero una de las lecciones que hay que aprender de la pandemia es la ineliminable interconexión de los hombres y las mujeres entre sí y con la propia creación. Nadie es una isla. Nadie puede vivir solo. Y, por tanto, nadie se salva solo. La pandemia nos ha mostrado que estamos vinculados unos a otros, que cada gesto que hacemos es siempre un gesto social con repercusiones en los demás, tanto en el bien como en el mal. Se trata de una pista que retomaré más adelante y que concierne directamente a la familia, o mejor dicho, a las familias.

 La vocación y la misión de la familia

A pesar de que la cultura contemporánea intenta debilitar a la familia como lugar sólido -y de hecho nos llama la atención la conocida definición de Bauman de “sociedad líquida”, de “amor líquido”-, debemos constatar la necesidad que todos tienen de la familia. Y la pandemia lo ha demostrado. Al fin y al cabo, desde las primeras páginas de la Biblia, la necesidad radical de la familia surge de lo más profundo del ser humano. Es bueno releer las primeras páginas del Génesis. En los dos relatos de la creación del hombre y la mujer (capítulos 1 y 2) queda claro que la imagen y semejanza de Dios incluye el vínculo indispensable entre el hombre y la mujer. Es en su alianza donde se revela el ser humano hecho a imagen y semejanza de Dios. Y es a su alianza a la que Dios encomendó dos grandes tareas: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28). En Adán y Eva, por tanto, se reúne toda la humanidad, toda la familia humana, de la que las familias individuales son una de las articulaciones.

La alianza original que Dios estableció entre el hombre y la mujer no es para encerrarse en sí mismos, sino para cuidar de la creación (la casa común) y ser responsables de las generaciones y de toda la sociedad en las generaciones sucesivas. En este doble horizonte se sitúa la profecía de la alianza entre el hombre y la mujer. Una alianza que debe vivirse en la familia natural, en la Iglesia y en la propia familia de los pueblos. Y no hay que olvidar que el célibe también forma parte de la dimensión “familiar” de la Iglesia y de la humanidad (Jesús no opone el celibato a la conyugalidad; el cristianismo siempre se ha resistido -a pesar de muchos malentendidos en su propia historia- a exaltar el primero devaluando el segundo). La comunidad cristiana es más grande que la familia. La Iglesia consigue hacer vivir y esperar en la bendición de los lazos verdaderamente familiares, incluso a quienes les resulta difícil vivir y esperar en esos lazos: incluidos los solitarios, los abandonados, los desechados y los rechazados, y todos aquellos que no han podido compartir y generar una vida.

La reflexión sobre estas páginas del Génesis ha sido demasiado pobre y nos ha impedido captar su amplitud y profundidad. Es un trabajo teológico y pastoral que espera ser completado. En definitiva, queda por hacer una “teología de la familia”. Sabemos mucho sobre el matrimonio, pero casi nada sobre la familia en toda su complejidad y riqueza teológica y antropológica. En este sentido, el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y la Familia, iniciado por Juan Pablo II y refundado por el Papa Francisco, ha reorganizado todo el programa de estudios en esta perspectiva, y la posibilidad de abrir un centro asociado aquí mismo, en la Arquidiócesis de Arecibo, en Puerto Rico, es un precioso signo de la fecundidad de este proyecto, que espero vea nuevos desarrollos en el futuro.

No me extenderé en el tema, pero las dos últimas encíclicas del Papa Francisco, Laudato sì sobre la “casa común” y Fratelli tutti sobre la familia humana universal, son una invitación útil para comprender lo que está escrito en el Génesis sobre la tarea confiada por Dios a la alianza del hombre y la mujer: el cuidado de la creación y la responsabilidad de las generaciones. Es decir, lo que ocurre entre ellos (entre el hombre y la mujer) lo decide todo. Cuando los primeros padres se dejaron atrapar por un engaño de omnipotencia, y así prescindir de Dios, lo arruinaron todo. Es una historia que deja entrever las tragedias que siguieron al rechazo de la bendición de Dios sobre el vínculo generativo entre el hombre y la mujer.

El matrimonio, la familia y la comunidad eclesial

Permítanme, en este punto, mencionar la relación entre el sacramento del matrimonio, la familia y la comunidad eclesial. Amoris Laetitia, en cierto sentido, alinea más claramente esta triple relación y revela esa brecha en el pensamiento teológico a la que acabo de referirme. Mientras que existe una abundante literatura moral y canónica sobre el matrimonio, la teología sobre la familia es escasa, como si ésta fuera una consecuencia práctica de la unión conyugal. El vínculo intrínseco entre el sacramento del matrimonio y la familia debe desarrollarse mucho más profundamente, hasta el punto de poder afirmar claramente que un hombre y una mujer no se unen en el matrimonio simplemente para sí mismos, sino para construir una familia entendida como lugar de generación humana, de educación filial, de vinculación social y de fraternidad eclesial. El matrimonio es para la familia, no al revés: el sacramento sella la relación mutua e indispensable del hombre y la mujer. El destino social y la vocación comunitaria del matrimonio, que en la familia encuentra su símbolo pleno y su fuerza motriz, se asumen dentro de la fe cristiana y de la propia forma eclesial, a partir del proyecto comunitario de Dios sobre la criatura humana.

El hecho de que el vínculo matrimonial sea un sacramento de la nueva alianza debe entenderse en continuidad con el destino original generativo y comunitario de la alianza creatural. En el sacramento del matrimonio, la alianza original del hombre y la mujer es redimida e insertada en la economía de la salvación cristiana. El hecho de que exista una ordenación intrínseca del sacramento del matrimonio hacia la familia y de la familia hacia la comunidad eclesial, no es una simple consecuencia práctica del amor total y fiel “de los dos”, como si el sentido esencial del matrimonio (y por tanto del sacramento) se condensara y agotara principalmente en el vínculo de amor absoluto de la pareja. En realidad, el destino a los lazos familiares y a la comunidad eclesial se remonta más bien a la naturaleza intrínseca del vínculo matrimonial según el plan creador, que en la economía salvífica cristiana se inserta -como parte activa- en el vínculo más fundamental de Cristo con “los muchos” a los que está destinado el amor de Dios y cuya sangre redentora se derrama.

Familias y comunidades “en misión”

En el panorama evangélico queda clara la primacía absoluta del vínculo con Jesús sobre todos los demás vínculos, incluidos los familiares. Los esposos ponen el amor de Jesús como fundamento de su amor. Este es el significado de “casarse en el Señor”. En el horizonte del seguimiento, por tanto, los vínculos familiares se fortalecen y se transforman: se hacen más fuertes, más creativos y más universales porque ya no tienen fronteras. La fuerza del Evangelio nos hace “salir de casa” y nos permite crear una paternidad y una maternidad más amplias, para acoger como hermanos a los demás discípulos de Jesús. A los que le dijeron que fuera de la casa le esperaban su madre y sus hermanos, Jesús respondió: “¡Aquí están mi madre y mis hermanos! El que hace la voluntad de Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). La comunidad eclesial es la “familia Dei”.

Las familias que viven el seguimiento de Jesús, por tanto, no están aisladas y encerradas en sí mismas. Sacan la energía del amor del altar: escuchando juntos las Escrituras y alimentándose con el único pan y el único cáliz. Por ello, es urgente que se establezca un vínculo más claro entre la familia y la comunidad cristiana, entre las familias y la parroquia, partiendo precisamente de la “comunidad del altar”. La pastoral de base debería desarrollar mucho más, en clave “familiar”, la riqueza de este vínculo que “hace Iglesia”. Desde el altar único del domingo, nos dispersamos a los altares de las casas, las calles y las plazas para comunicar el Evangelio del Reino a todos y curar las enfermedades y dolencias. Una Iglesia según el Evangelio no puede sino tomar la forma de una casa acogedora, hospitalaria, amplia y sin fronteras. Y esto se conseguirá construyéndolo de forma “doméstica”.

Es la utopía de una nueva forma de vida, no cerrada en sí misma, sino abierta a todos y especialmente a los pobres. En esta perspectiva, se hace evidente la responsabilidad de acoger a los que no tienen familia, a los solitarios y a los débiles, para que formen parte de la gran familia de Dios. Y en este horizonte hay que plantear también el tema de los divorciados vueltos a casar o de aquellas familias imperfectas y en formación. Debemos acelerar nuestros pasos hacia ellos, reforzar nuestra escucha e intensificar nuestra compañía con ellos.

Hay una responsabilidad particular de los “movimientos eclesiásticos” que ya experimentan una interrelación entre familia y comunidad. Es la responsabilidad de ayudar a la Iglesia a tender un puente entre las familias y las comunidades cristianas. Podríamos decir que normalmente las familias son poco eclesiales porque se encierran fácilmente en sí mismas, y las comunidades cristianas son poco familiares porque están lastradas por la burocratización, o engrosadas por el funcionalismo. Por eso es especialmente importante que los grupos familiares se constituyan como levadura de una eclesialidad más amplia.

La profecía de una Iglesia familiar en un mundo de solos

La familia y la comunidad cristiana deben encontrar su alianza más clara y fuerte, no para encerrarse en su propio círculo, sino para fermentar a toda la sociedad de forma “familiar”. En el contexto de un mundo marcado por la tecnocracia económica y la subordinación de la ética a la lógica del beneficio, es estratégico volver a proponer el “Evangelio de la familia” como fuerza del humanismo. La familia -una profecía de amor en un mundo de solos- decide la habitabilidad de la tierra, la transmisión de la vida, los vínculos en la sociedad. Vaticano II afirmó claramente la vocación de la Iglesia, de las comunidades cristianas, de las familias: ser signo e instrumento de la unidad de todo el género humano.

A nivel mundial, el debate social sobre la familia de hecho se centra hoy en una cuestión fundamental: ¿la llamada familia natural (ya sea nuclear, es decir, formada por la pareja estable de hombre y mujer con sus hijos, o ampliada, es decir, que incluye a los parientes cercanos en el agregado doméstico) sigue siendo un recurso para el individuo y para la sociedad, o es, por el contrario, una supervivencia del pasado que dificulta la emancipación de los individuos y el advenimiento de una sociedad más libre, igualitaria y feliz? Ciertamente, la familia de hoy en día está perdiendo las protecciones del pasado y se desenvuelve en el mar abierto de una sociedad que ya no le es favorable, sino que, en el mejor de los casos, le resulta indiferente. Los individuos forman familias de las formas más diversas, y la sociedad les anima a ser lo más variadas posible. Pero, ¿cuáles son las consecuencias? Y de nuevo: ¿qué hacer?

Hace unos años, el Pontificio Consejo para la Familia intentó responder a estas preguntas fundamentales con una original encuesta realizada en varios países del mundo, como Brasil, España, Estados Unidos, México y Argentina. Los datos de esta investigación, realizada sobre tres tipos de situaciones “familiares” (la familia padre-madre-hijo, la familia biparental sin hijos y la familia monoparental con un hijo), muestran la fuerza única de la primera forma de familia. Es y sigue siendo la fuente vital de la sociedad. Y en un mundo globalizado necesitamos más familias, no menos. Es ese genoma el que Cicerón describió: familia est principium urbis y quasi seminarum rei pubblicae. Y que Vaticano II afirmó: familia schola quaedam uberioris humanitatis(52). Socavar o despotenciar a la familia significa hacer de los individuos sujetos débiles a los que hay que asistir, en lugar de actores que generan y regeneran el capital humano y social de la propia sociedad.

Me gustaría recordar brevemente algunos de los puntos de esta investigación e invitarles a estudiarla en profundidad.

En primer lugar, la alianza matrimonial mejora la calidad de la relación de pareja con importantes consecuencias positivas para todos. La cohabitación no es lo mismo que el matrimonio: hace que las relaciones sean más inestables y crea una mayor incertidumbre en la vida de los hijos. Los hijos son más frágiles y corren más riesgos en sus relaciones y en la escuela cuando no viven en una familia estable. El divorcio y los nacimientos fuera del matrimonio aumentan el riesgo de pobreza tanto para los niños como para las madres. En resumen, el matrimonio trae consigo bienes.

Las familias (abuelos, madre-padre-hijos, nietos) también logran la solidaridad entre las generaciones mucho más y mejor que otras formas de vida y despliegan una fuerza extraordinaria con respecto a los miembros más débiles.

Además, la familia sigue siendo un recurso para el mundo del trabajo mucho más que a la inversa: en otras palabras, el mundo del trabajo “explota” el recurso familiar y no tiene suficientemente en cuenta las necesidades de la vida familiar. De ahí las enormes dificultades de las familias, sobre todo las que tienen varios hijos, para armonizar la vida familiar y profesional. Es urgente repensar la relación entre la organización del trabajo y la familia.

Por último, la familia es la principal fuente de relaciones de confianza, cooperación y reciprocidad, tanto a nivel interno como externo, en grupos de parentesco, vecindad, amistad y asociaciones. Es un verdadero capital social que subyace a las virtudes sociales (y no sólo individuales).

En definitiva, la familia es una fuente de valor social añadido no sólo porque forma mejores individuos en cuanto a su salud y bienestar, sino también y sobre todo porque genera un tejido social, es decir, una esfera civil y pública, que exige valores y normas para la vida humana y, por tanto, promueve el bien común.

Esta investigación ha demostrado que la familia, ya sea nuclear (predominante en los países más modernizados) o ampliada para incluir el parentesco (en los países en desarrollo), es el principal recurso de la sociedad y sigue siendo la fuente vital de aquellas sociedades que tienen más visión de futuro. La razón es sencilla: de la familia procede el principal capital humano, espiritual y social de la sociedad. El capital civil de la sociedad se genera precisamente por las virtudes únicas e insustituibles de la familia. Por tanto, la sociedad globalizada puede encontrar un futuro de civilización en la medida en que sea capaz de promover una cultura de la familia que la replantee como un vínculo vital entre la felicidad privada y la felicidad pública. La investigación empírica demuestra que la familia es cada vez más, y no menos, el factor decisivo para el bienestar material y espiritual de las personas. Es a partir de esta dinámica que podemos entender por qué y cómo la familia alimenta esas virtudes, personales y sociales, que hacen que una sociedad sea feliz.

La familia debe volver al centro de la cultura, la política y la economía.

Queridos hermanos -lo digo para concluir y de manera muy concisa pero evidente- estoy convencido de que la familia debe volver a estar en el centro del debate cultural, en el centro de la visión de la política y de la economía misma, así como en nuestras comunidades eclesiales, para no ser una realidad cerrada en sí misma, al contrario, debe ser pensada y realizada como una realidad que va más allá de sí misma. En este sentido, la sociedad globalizada podrá encontrar un futuro de civilización en la medida en que sea capaz de promover una cultura de la familia que la reconsidere como un vínculo vital entre la felicidad privada y la felicidad pública.

Espero sinceramente que el nuevo Centro Asociado del Instituto Juan Pablo II que estamos abriendo aquí en Arecibo, dentro de la acción pastoral más amplia de esta iglesia local, se ponga al servicio de este alto y decisivo propósito.

Pedimos al Señor que bendiga hoy esta misión.