El Papa Francisco y la Iglesia pobre para los pobres
Juan XXIII: “La Iglesia de todos, pero especialmente la Iglesia de los pobres”
Los dos mil años de historia cristiana muestran, que cada vez que los cristianos han debilitado su vínculo con el Evangelio, su relación con los pobres se ha dilatado. Pero cada vez que han querido renovar su espíritu al Evangelio, siempre ha comenzado con el redescubrimiento del amor por los pobres. Se podría decir que el Evangelio y los pobres simul stabunt, simul cadent. Debemos comenzar desde el Concilio Vaticano II para ver reaparecer en la historia cristiana, la fuerza del vínculo entre la Iglesia y los pobres. Juan XXIII, en su Radiomensaje del 11 de septiembre de 1962, a un mes de la apertura del Concilio, pronuncia esta espléndida frase: «Ante los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como la Iglesia de todos y especialmente la Iglesia de los pobres». Los pobres volvieron al corazón de la Iglesia, esto ha sido una verdadera y propia revolución.
En realidad, incluso ya en la Mater et Magistra (15 de mayo, 1961) Juan XXIII había lanzado un fuerte llamamiento a una justicia de dimensiones mundiales. Los países ricos del Norte no podían desinteresarse de los países del Sur del mundo, oprimidos por el hambre y la miseria; era su obligación poner a disposición y beneficio de todos, sus posesiones. En el discurso de apertura del Concilio, el Papa Juan XXIII retoma el tema, haciendo hincapié en el misterio de la pobreza de la Iglesia: «A la humanidad oprimida por tantas dificultades, como Pedro al pobre que le pedía limosna, le dice: no tengo ni oro ni plata, pero te doy todo lo que tengo: en el nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y camina». Una Iglesia pobre es aquella que debe caminar entre los hombres, pobre de todo y fuerte únicamente en nombre del Resucitado.
En los documentos preparatorios del Concilio, el tema estuvo casi del todo ausente, excepto por una débil atención a los problemas de la evangelización de los pobres y del desequilibrio en la distribución de las riquezas, así como la explotación de los trabajadores y de los pobres del Tercer Mundo. René Voillaume sintió la fuerza profética en las palabras del Papa: «Esta pobreza debe ser la expectativa de algo más; esa no solo es interna, sino que también debe mostrarse fuera y traducirse en un lenguaje que los hombres de nuestro tiempo puedan comprender» (JP Dubois-Dumée, Un consejo para nuestro tiempo, Brescia 1962, pp.23-45). Una notable serie de trabajos en aquellos años ofrecia a esta creencia una estructura teológica, mientras que el desarrollo de algunas experiencias pastorales, que comenzaron después de la Segunda Guerra Mundial, ponían en primer plano preguntas y reflexiones que, inevitablemente, se presentaban a vísperas del concilio como bancos de prueba de la capacidad de la Iglesia de repensar su relación con el mundo, pero también como abreviación de aquella “distancia de seguridad” considerada apropiada por aquellos que, especialmente en la curia romana, esperaban que el Vaticano II, ofreciera respuestas dogmáticas y de condena a los errores arraigados en la sociedad.
La iniciativa de llamar la atención de los padres del Concilio al drama de la separación entre la Iglesia y los pobres nació de un grupo de obispos, a sugerencia de Paul Gauthier y del obispo de Galilea, George Hakim ( M. Mennini , Paul Gauthier y la pobreza de la iglesia durante el Vaticano II. La ardua búsqueda de un consenso, en “Cristianismo en la historia”, 34 (2013), pp. 391-422). Un texto distribuido entre los obispos, en el que se solicitaba que el Concilio pueda asumir el problema de las masas pobres y de las masas trabajadoras recogió un número considerable de adhesiones. El tema, sin embargo, no tuvo el alcance esperado dentro de los trabajos del Concilio, mientras que la prensa brindó una atención particular al tema de la Iglesia y los pobres. El cardenal Lercaro, en el aula del Concilio, el 6 de diciembre de 1962, lo colocó como tema central del Concilio: «El misterio de Cristo en la Iglesia siempre ha sido y es, pero hoy lo es particularmente, el misterio de Cristo en los pobres… No se trata de cualquier tema, pero en cierto sentido es el único tema de todo el Vaticano II». Y agregaba: «Esta es la hora de los pobres, de los millones de pobres que están en toda la tierra, esta es la hora del misterio de la Iglesia madre de los pobres, esta es la hora del misterio de Cristo, especialmente en el pobre». De esta afirmación nacía una nueva concepción de la Iglesia que el cardenal Lercaro expuso después con un documento presentado a la Secretaría de Estado. El texto, en la primera parte, resaltaba los desequilibrios que nacían de una sociedad opulenta: esta no favorecía la promoción de la humanidad y apagaba el sentido religioso de la persona llevándola a adorar los bienes materiales. La Iglesia encuentra su verdad en esa sociedad colocándose como Cristo pobre (C. Lorefice , Dossetti y Lercaro . La Iglesia pobre y de los pobres en la perspectiva del Concilio Vaticano II , Milán, 2011).
Pablo VI, en la apertura de la segunda sesión de la Concilio, retomó el tema e hizo hincapié en la estrecha relación de la Iglesia con los pobres: «La Iglesia mira a los pobres, a los necesitados, a los afligidos, a los hambrientos, a los encarcelados; es decir, mira a toda la humanidad que sufre y llora: esa le pertenece por ley evangélica». Estas palabras encontraron un signo ejemplar el 14 de noviembre de 1964: durante una misa concelebrada en la basílica de San Pedro, el Papa Pablo VI se quitaba la tiara y la colocaba sobre el altar, ofrecida a los pobres. No era sólo un gesto de caridad, sino que también era el símbolo de una Iglesia que se despojaba del poder humano para conservar únicamente el de «Cristo pobre».
Entre la Iglesia y la pobreza, entre los cristianos y los pobres, se establecía una nueva relación enraizada en el Evangelio y signo de la verdad misma de la misión de la Iglesia. La expresión «convertirse a los pobres», utilizada a menudo en aquellos años, significaba hacer la propia experiencia religiosa más cercana al Evangelio y más abierta a los hombres. Pablo VI en la homilía de la celebración al finalizar el Concilio decía: «La antigua historia del buen samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Una inmensa simpatía lo ha invadido. El descubrimiento de las necesidades humanas (y cuanto mayores son, más grande se hace el hijo de la tierra) absorbió la atención de nuestro Sínodo. Al menos denle mérito en esto, ustedes humanistas modernos, que han renunciado a la trascendencia de las cosas supremas y reconocen nuestro nuevo humanismo: nosotros también, sobre todo, somos los amantes del hombre».
“La opción preferencial por los pobres”
En los años posteriores al Concilio, la iniciativa de poner la atención sobre la nueva relación entre la Iglesia y los pobres se debe al episcopado latinoamericano. La razón estaba. En casi todos los países de América Latina, se vivía profundamente la identificación de la Iglesia con los pobres y la participación en su rescate. En América del Sur los pobres se habían convertido en millones y millones, y todos obligados a vivir en condiciones miserables: desempleo, subempleo, salarios de hambre, expulsiones. El martirio de Monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, fue un ejemplo y un estímulo para una Iglesia que sentía el drama de la gran mayoría de sus fieles y que hacía de su defensa el corazón de su elección pastoral. Alberto Methol Ferré, un filósofo cristiano uruguayo, durante veinte años consultor del CELAM, sostiene que con la Conferencia de Medellín, el episcopado sudamericano comienza a recibir el Vaticano II: «Las Iglesias de América Latina recrean el Concilio después de su conclusión» ( A. Methol Ferré – A.Metalli , El Papa y el filósofo , Siena 2014, p. 93).
En el discurso inaugural del encuentro de obispos latinoamericanos en Medellín (Colombia) Pablo VI confirmó el «esfuerzo honesto para promover la renovación y la promoción de los pobres y de los que viven en condiciones de inferioridad humana y social». Por supuesto, advirtió de no caer en la tentación de la violencia: «Ni el odio ni la violencia son el esfuerzo de nuestra caridad». Pero fue clara la decisión de los obispos de la «elección preferencial por los pobres». El documento se abrió con estas palabras: «Cristo nuestro Salvador no solo amó a los pobres, sino que, «siendo rico, se hace pobre» vivió en la pobreza, centró su misión en anunciar la liberación y fundó su Iglesia como señal de esta pobreza entre los hombres… La Iglesia de América Latina, dadas las condiciones de pobreza y subdesarrollo del continente, siente la urgencia de traducir este espíritu de pobreza en gestos, actitudes y normas que lo convierten en un signo más brillante y auténtico de su Señor. La pobreza de tantos hermanos y hermanas invoca justicia, solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para que la misión salvífica encomendada por Cristo se realice plenamente … La pobreza de la Iglesia y sus miembros en América Latina debe ser una señal y un compromiso. Signo del valor inestimable del pobre a los ojos de Dios; compromiso de solidaridad con aquellos que sufren».
Luego vino la conferencia de Puebla. Los obispos, al descubrir que la miseria en América Latina había empeorado, confirmaron la decisión de Medellín de una opción clara y profética a favor de los pobres. Tomaron las enseñanzas de Juan Pablo II y llamaron a las estructuras de injusticia «pecado social». Las reuniones del CELAM en Santo Domingo y Aparecida constituyen otros hitos importantes para el episcopado de América Latina, pero tuvieron un fuerte eco en toda la Iglesia Católica. En Aparecida, que vio al cardenal Bergoglio como el protagonista, el episcopado latinoamericano reafirmó la elección preferencial de la Iglesia por los pobres, subrayando que «está inscrita en la fe cristológica que llevó a Dios a hacerse pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». Los obispos escriben: «Si esta opción (preferencial por los pobres) está implícita en la fe cristológica, todos los cristianos, como discípulos y misioneros, estamos llamados a contemplar, en los rostros sufrientes de nuestros hermanos, el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos: ‘Los rostros sufrientes de los pobres’ son el ¨rostro¨ sufriente ¨del Señor’. Ellos – continúa el documento – hacen preguntas que van al corazón de la manera de trabajar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas» (n. 393).
Una iglesia pobre para los pobres.
En la mañana del 16 de marzo del 2013, frente a unos 6000 periodistas, el Papa Francisco explicó los motivos que lo empujaron a llamarse Francisco. Ningún Papa había elegido el nombre del santo de Asís antes: «En las elecciones tuve a mi lado al arzobispo emérito de San Paolo y también prefecto emérito de la Congregación para el Clero, el cardenal Claudio Hummes: un gran amigo, ¡un gran amigo! Cuando la cosa estaba un poco peligrosa, él me consolaba y cuando los votos subieron a dos tercios, llegó el aplauso habitual, porque el Papa fue elegido. Él me abrazó, me besó y me dijo: ‘No te olvides de los pobres!’ Y esa palabra entró aquí: los pobres, los pobres. Entonces, inmediatamente en relación a los pobres, pensé en Francisco de Asís. Después, pensé en las guerras, a medida que avanzaba la votación, hasta todos los votos. Y Francisco es el hombre de paz. Y así salió el nombre, en mi corazón: Francisco de Asís. Para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y protege la creación … es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre … Ah, ¡cómo quisiera una Iglesia pobre, para los pobres!».
Para el Papa Francisco es evidente que una Iglesia pobre, una Iglesia que confía únicamente en la fuerza del Evangelio, es necesariamente también Iglesia «de los» pobres. Estos últimos, en la Iglesia, no son «usuarios» o extraños en los que centrar la atención o su solidaridad. No son un problema al que prestar atención y solución. Ellos son ante todo miembros a título pleno de la Iglesia. Por esta razón, no puede ser, como repite a menudo el Papa Francisco, «una penosa ONG». La Iglesia siente a los pobres como parte de sí misma, o más bien, como la parte para amar y priorizar. Y su nombre es fraternidad, familiaridad, amistad: «Nuestro compromiso, agrega el Papa Francisco, no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; aquello que el Espíritu pone en movimiento no es un exceso de activismo, sino ante todo una atención al otro considerándolo como uno consigo mismo … El pobre, cuando es amado, es considerado de gran valor, y esto diferencia la auténtica opción para los pobres de cualquier ideología» (EG 199).
Y la razón de este privilegio lo explicó con acentos extraordinarios en la Vigilia de Pentecostés de 2013, a los movimientos. «Los pobres – dijo el Papa Francisco – para los cristianos no son una categoría sociológica», sino la «carne de Cristo». Se colocó firmemente en la profunda tradición de la Iglesia, inscrita en el misterio de la encarnación de Cristo. Ya no es suficiente decir que Dios se hace carne para comprender completamente el misterio. Debe quedar claro que se hace carne hambrienta, sedienta, enferma, encarcelada … De hecho, no faltan carnes «perfumadas» a su alrededor, de hecho, el día en que la carne de Cristo fue perfumada, comenzaron de inmediato las preguntas sobre el dinero y fue Judas quien las formuló. Dios se hizo carne desechada. Este es el «sacramento» de Cristo.
Las palabras del Papa Francisco deben sentirse escandalosas. Ese día de Pentecostés preguntó a los presentes: «Cuando damos la limosna a un pobre, ¿lo miramos a los ojos, le tocamos la mano o le tiramos la moneda?» Es una pregunta realmente simple, pero en su inmediatez y concreción desgarra la conciencia cristiana. Y no solo eso. La pobreza, continuó el Papa Francisco, no puede ser excluida a «categoría sociológica, filosófica o cultural»: «Una Iglesia pobre para los pobres comienza con el caminar hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a comprender qué cosa sea esta pobreza del Señor. Y esto no es fácil». Y explicaba que tocar significa «tomar sobre nosotros este dolor por los pobres». El llamado se hizo apremiante: «Y esto vale todavía más en este momento de crisis. Nosotros los cristianos no podemos preocuparnos solo por nosotros mismos, encerrarnos en soledad, en el desánimo … Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con amigos, en el movimiento, con aquellos con quienes pensamos las mismas cosas … pero ¿saben qué cosa sucede? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma»
La Iglesia en estas fronteras, debe medir su veracidad evangélica. Es por eso que «la Iglesia debe salir de sí misma» e ir «hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean». Y para los que temen los incidentes o las exageraciones, dice: «Yo les digo: ¡prefiero mil veces una iglesia accidentada, que incurre en un accidente, que una Iglesia enferma por cierre! ¡Salgan fuera, salgan!». Y ataca con decisión lo que él llama cultura del desperdicio: «Hoy, esto duele decir, hoy, encontrar un mendigo que murió de frío no es una novedad. Hoy es noticia, quizás, un escándalo. Un escándalo: ¡ah, eso es noticia! Hoy, pensar que tantos niños no tienen comida no es una noticia. ¡Esto es grave, esto es grave! ¡No podemos quedarnos tranquilos!». Y trajo de vuelta ese midrash de la tradición rabínica en la construcción de la Torre de Babel para denunciar cómo aún hoy, como hace miles de años, la dignidad de un trabajador cuenta menos que el dinero: «Esto sucede hoy: si las inversiones en los bancos caen un poco … tragedia … ¿Qué hacemos? Pero si las personas mueren de hambre, si no tienen comida, si no tienen salud, ¡no importa! ¡Esta es nuestra crisis hoy! Y el testimonio de una Iglesia pobre y para los pobres va en contra de esta mentalidad».
La Iglesia solo puede estar del lado de los pobres, de los excluidos, de los marginados de la sociedad, de la vida. El episcopado latinoamericano resumió en esta línea toda la enseñanza del Vaticano II y lo convirtió, como hemos visto, en el paradigma de su acción en el continente. Por esta razón, el Papa Francisco no siente mucho acerca de los temas relacionados con la hermenéutica conciliar, que han encendido el debate hace algún tiempo, y ni siquiera la discusión entre progresistas y conservadores (un contraste que, aunque inadecuado, ha tenido una amplia circulación). Lo que preocupa, en cambio, es el problema de los pobres y su liberación, especialmente los pobres en las grandes periferias urbanas. Conocemos la historia de los comisarios de las villas miserias en Buenos Aires que, a partir de un enfoque marcadamente sociopolítico, han cambiado su actitud hacia la realidad de una religiosidad popular que les pedía administrar los sacramentos, celebrar la liturgia, la cercanía sacerdotal y etc. El entonces cardenal Bergoglio siguió con gran atención esa realidad y continuó creyendo que, a pesar de los errores y las desviaciones, «la atención particular a los pobres es un mensaje muy fuerte del postconcilio» (Riccardi, La sorpresa, p. 90).
Convertido ya en Papa, recuerda a todos que los pobres están en el corazón mismo de la Iglesia, en su centro. En Evangelii Gaudium escribe: «Es de la fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, que se deriva la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad» (n. 186). La cuarta parte de la encíclica está dedicada a la «dimensión social de la evangelización». Y me viene a la mente la tesis del gran teólogo del siglo pasado, H. De Lubac, sobre los «aspectos sociales del dogma cristiano»: «La fe – escribía el teólogo jesuita – no es un depósito de verdades muertas, que respetuosamente se colocan “aparte”, para organizar sin ellos toda la vida … Para mantener lo sobrenatural, la caridad no está obligada a volverse inhumana: como lo sobrenatural no se concibe si no se encarna. Quien se somete a su ley, lejos de liberarse con ello de sus lazos naturales, pone al servicio de la sociedad de la cual la naturaleza lo ha hecho miembro, una actividad tanto más efectiva, cuanto más libre es el principio» (Catolicismo, p.278).
Para el Papa Francisco, se debe promover «una teología y una espiritualidad de la opción por los pobres». No es una simple opción social o política y ni siquiera asistencial. Los pobres deben ser elegidos por su valor sacramental, es decir, porque en ellos es Cristo mismo quien se hace presente. Desde esta perspectiva, se hace clara la necesidad de que «todos nos dejamos evangelizar por ellos», que reconocemos «la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (EG 198). Escuchar a los pobres es, por lo tanto, una escucha religiosa. Pero no abstracto y vacío. La escucha comienza de ver su carne, de oír su grito de dolor. Mantenerse alejado del grito de los pobres significa liberarse de Dios mismo: «Mantenerse alejado de ese clamor, cuando somos los instrumentos de Dios para escuchar a los pobres, nos coloca fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto». «La Iglesia, ha reconocido que la exigencia de escuchar ese grito deriva de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo que no se trata de una misión reservada solo para algunos» (188). Los pobres son parte de la familia universal de la Iglesia. Y es con esta convicción que interviene denunciando, recordando y, sobre todo, dándole primero el ejemplo.
El Papa Francisco insiste en la caridad como una fuerza cambiante. Una fuerza histórica, por lo tanto. De ahí el compromiso de «resolver las causas estructurales de la pobreza» y tomarla con urgencia (EG 202). Y espera que «crezca el número de políticos capaces de entrar en un diálogo auténtico que esté orientado eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males del mundo» (EG 205). Papa Francisco no tiene miedo a denunciar la “dictadura económica” que esclaviza y golpea sobre todo a los pobres: «… la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo siguen viviendo en una precariedad cotidiana con consecuencias letales. Algunas patologías aumentan, con sus consecuencias psicológicas; el miedo y la desesperación toman el corazón de muchas personas, incluso en los llamados Países ricos; la alegría de vivir está disminuyendo; la indecencia y la violencia están en aumento; la pobreza se hace más evidente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir de manera no digna. Una de las causas de esta situación, en mi opinión, radica en la relación que tenemos con el dinero, aceptando su dominio sobre nosotros y sobre nuestras sociedades. Entonces, la crisis financiera por la que estamos pasando nos hace olvidar su primer origen, ubicada en una profunda crisis antropológica. En la negación del primado del hombre! Hemos creado nuevos ídolos. El culto del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32, 15-34) ha encontrado una nueva y despiadada imagen en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin rostro ni objetivo verdaderamente humano» (Discurso a algunos de los nuevos embajadores a la Santa Sede, 16 de mayo de 2013).
El Papa Francisco es muy consciente que la crisis de la solidaridad está golpeando particularmente con fuerza los hombros ya débiles de los pobres: «… hoy el ser humano es considerado a sí mismo como un bien de consumo que puede ser utilizado y luego desechado. Hemos comenzamos esta cultura del desecho … En tal contexto, la solidaridad, que es el tesoro de los pobres, a menudo es considerada contraproducente, en contra de la racionalidad financiera y económica. Mientras que el ingreso de una minoría crece exponencialmente, el de la mayoría se debilita. Este desequilibrio deriva de ideologías que promueven la autonomía absoluta de los mercados y las especulaciones financieras, negando así el derecho de control a los Estados encargados de proveer al bien común. Se establece una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que unilateralmente y sin remedio posible impone sus leyes y reglas. Además, la deuda y el crédito distancian los países de su economía real y los ciudadanos del poder de adquisición real. A esto se suman, por encima de todo, una corrupción en expansión y una evasión egoísta de impuestos que han tomado dimensiones mundiales. La voluntad de poder y de posesión se ha vuelto ilimitada» (citado en Riccardi, sorpresa del Papa Francisco, pág. 93).
Según el Papa, la dictadura de la economía debe ser interrumpida, porque «reduce al hombre a una de sus necesidades: el consumo». Hay que decir, de hecho, que, en las últimas tres décadas, los mercados, y los valores de mercados, han guiado la vida de los hombres con un poder tan alto que nunca había sucedido. Con una serie de decisiones cuyas consecuencias dramáticas no siempre se han entendido, los valores del mercado se han convertido en los verdaderos maestros de la vida (Michael J. Sandel , What money not buy. The moral limits of the market , Milán 2013 ). Sandel, profesor de filosofía política de Harvard, sostiene al respecto que los valores de mercado han socavado las lógicas de la existencia humana en todas sus esferas, desde la medicina hasta la educación, desde el gobierno hasta la vida de las familias. El mercado se ha convertido en una verdadera y propia dictadura. El Papa Francisco nos insta a liberarnos de esta dictadura sutil pero venenosa.
Solidaridad, una fuerza cambiante
La acción del Papa Francisco, junto a sus enseñanzas, sobre la elección prioritaria por los pobres no puede relegarse a simples exhortaciones morales. En sus gestos y palabras hay una fuerza política de cambio. Se lamenta de que hoy se manifieste incomodidad cuando se habla de ética, de solidaridad mundial, distribución de bienes, defensa de los puestos de trabajo, dignidad de los débiles, de un Dios que «exige un compromiso por la justicia» (204). Pero, agrega, esta es la misión de la Iglesia, que se preocupa por el mundo y escucha el clamor de los pobres. Una Iglesia que no se interesa por los pobres «corre el riesgo de disolución» (208). Por ello espera que surja una nueva conciencia social dividida – fresco y vital, no doctrinario – tanto de la justicia como de la solidaridad: «… el hombre religioso integro es llamado hombre justo, porque lleva la justicia a los demás. En este sentido, la justicia del religioso o de la religiosa crean cultura. No es lo mismo la cultura de la idolatría que la cultura creada por una mujer o un hombre que adoran al Dios viviente. Juan Pablo II decía una cosa muy valiente: una fe que no se hace cultura no es una fe verdadera. Destacaba el crear cultura».
La fe vivida genera una cultura que, incluso con sus límites históricos, es el creador de un sentido compartido de justicia. Esta es la gran diferencia con respecto a las «culturas idólatras», centradas en el culto a sí mismos y de sus intereses, a través del liberalismo desenfrenado, el consumismo, el hedonismo y varios tipos de relativismo. La cultura de la justicia que encuentra una relación privilegiada con los pobres, coloca al hombre, la persona humana y su dignidad al centro de su atención. Si nos preguntáramos por el momento de inicio de la justicia, podríamos responder que el punto de partida radica en la pregunta de Dios a Caín: “¿Dónde está tu hermano?”. Desde la atención al débil, a Abel (que significa aliento, debilidad), comienza la pregunta sobre el hombre. El sentido de justicia, y es la descripción de la acción misma de Dios en todo el texto bíblico, empuja a liberar a los pobres de su condición de excluidos y periféricos. La fe cristiana lleva al creyente a salir de sí mismo y transformar la historia: «Una fe auténtica, que nunca es cómoda e individualista, siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor después de nuestro por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha colocado, y amamos a la humanidad que lo habita, con todas sus tragedias y cansancios, con sus anhelos y sus esperanzas, con sus valores y sus debilidades … todos los cristianos incluso los pastores están llamados a preocuparse por construir un mundo mejor» (183). Se necesita que surja una nueva cultura de solidaridad: «No es suficiente ser buenos y generosos: hay que ser inteligentes, capaces, eficaces».
Por lo tanto, la decisión de estar con los pobres es una efectiva respuesta a una sociedad impregnada de marketing, donde todo se vende y todo se compra y, como resultado, acoge tiene valor lo que tiene un precio. Cuando la vida cristiana se desarrolla cerca a los pobres, esa acoge lo que vale realmente y descubre la fuerza de la revolución de la gratuidad que por sí sola puede combatir y derrotar la hegemonía económica, social y cultural, del mercado. Incluso lo que parece establecido e indiscutible puede ser cambiado por la fuerza de la gratuidad del amor. Y se puede pensar una forma diferente de organizar la vida y la sociedad. Además, quien se encarga de los pobres y los tiene en su corazón, no acepta un mundo donde continúan a crecer en número y sufrimiento. El desdén por esto es una fuente de nueva creatividad.
Es cierto que el Papa Francisco no tiene una visión “política” para proponer, ni quiere tener una para ofrecer, pero está convencido de que este mundo tal como es hoy, al comienzo de este milenio, tiene que cambiar. Y también sabe muy bien que las verdaderas revoluciones y los profundos cambios tienen lugar a través del trabajo de hombres espirituales, que saben cómo descender a las profundidades de la historia, que saben cómo vincular el Evangelio con los “signos de los tiempos” para iniciar un movimiento de cambio. La decisión de Papa Francisco de unirse a Francisco de Asís ilumina sus gestos y su estilo: unir el Evangelio y los pobres, la caridad y la pobreza, es el camino de este pontificado. Asís no cambió la historia de su tiempo con la política o las armas, sino precisamente con la elección de predicar el Evangelio a los ” menores” (entonces excluidos). Y, en una época de monasterios y grandes catedrales, aquel movimiento de hombres y mujeres espirituales, llevó el Evangelio por la calle, de hecho, en las periferias, Iglesia y sociedad han cambiado. No es casualidad que el Papa Francisco eligiera predicar el Evangelio diariamente desde la pequeña capilla de Santa Marta y unirse directamente, de inmediato, a ese “pueblo de Dios” que le corresponde con afecto y con gran atención.
Al despedirme del lector de estas páginas, confío que haya podido advertir aquel hilo rojo que ha atravesado veinte siglos de historia cristiana uniendo innumerables testimonios que han reformado la Iglesia vinculando el amor por el Evangelio con el de los más pobres. Papa Francisco recoge este largo hilo rojo y hace resplandecer todavía aquel amor gratuito que empuja a los creyentes a encontrar “la alegría en dar más que en recibir”, como escribe el Apóstol citando una frase de Jesús, antes sólo dar sin pedir nada para sí. Así lo hizo primero Jesús.
Lima, Perù, 14 febbraio 2020