Amoris Laetitia: hacia una teología de la familia

Quisiera enviar a todos ustedes un cordial saludo y transmitiros mi alegría por esta ocasión de encuentro. Nos acercamos al quinto aniversario de la Exhortación Apostólica Postsinodal, Amoris laetitia. El Sínodo sobre la Familia – en las dos asambleas en las que tuvo lugar – mostró su poder de profecía en un mundo donde la familia, en toda su fragilidad, sigue siendo el pilar fundamental de las sociedades. El Papa Francisco ha pedido que desde el 19 de Marzo iniciara un año de reflexión sobre Amoris Laetitia. Y lo iniciaremos en nuestra propia sede romana con un Congreso sobre “Il nostro Amore quotidiano” al final del cual el Papa enviará sus saludos. Sería bueno que nos comuniquemos las distintas iniciativas que llevaremos a cabo durante este año tanto en la sede central de Roma como en otras sedes de todo el mundo. Me gustaría que nuestro Instituto -con un nuevo impulso y creatividad pastoral- apoyara el compromiso de las Iglesias por una renovada pastoral familiar. En estas breves reflexiones me gustaría destacar dos puntos. El primero se refiere a un breve análisis de lo que han vivido las familias en esta época de pandemia. Y en el segundo -a partir del nuevo plan de estudios del Instituto- ofrecer algunas líneas de reflexión sobre la “teología de la familia” que, en mi opinión, tiene que ser iniciada con fuerza.

La familia puesta a prueba

La pandemia de COVID-19 nos ha puesto en una situación de dificultad sin precedentes, dramática y de alcance mundial: su repercusión en la desestabilización de nuestro proyecto de vida se hace cada día más fuerte. En esta crisis las familias han desempeñado y siguen desempeñando un papel fundamental. Especialmente en los países donde ha habido un cierre particularmente estricto, las personas se han encontrado de repente viviendo durante semanas encerradas en casa, en sus familias. Esta situación ha puesto a prueba a las familias, sometiéndolas a una prueba de estrés sin precedentes, especialmente en las zonas urbanas y densamente pobladas. Pensemos también en las megalópolis del continente latinoamericano. En resumen, puede decirse que la COVID-19 ha puesto de relieve, a veces de manera trágica, las fragilidades internas de las familias y las dificultades sociales que deberían ayudarlas. Sin embargo, al mismo tiempo, las familias han mostrado recursos y potencialidades inimaginables, que han permitido a la mayoría de la población superar este grave momento de crisis. Me gustaría empezar precisamente a partir de estas notorias señales positivas.

El vínculo familiar, incluso cuando es frágil y probado, ha sido el que ha mantenido la estructura social de la vida cotidiana de nuestras ciudades.  Si los hombres y mujeres en el momento del confinamiento no percibieron un abandono total, es gracias, en primer lugar, a los lazos familiares, vividos en el hogar o en su defecto continuamente mantenidos en la trama de relaciones que hemos aprendido a redibujar en la lógica permitida por la pandemia. La familia, principal generadora de la forma relacional de la existencia, ha guardado esta socializad en esta emergencia. La fuerza de cohesión ha sido más fuerte que muchas de las fragilidades aún presentes hoy en día. No es poca cosa. Esto lleva a decir que a pesar de todas las crisis por las que está pasando, la familia sigue siendo una dimensión decisiva del tejido social. Esta fuerza social que la familia representa se ha revelado particularmente valiosa desde el momento que la crisis ha afectado a los más pequeños o a los ancianos, a los débiles y a los enfermos. La familia apareció una vez más, de manera rotunda, como el lugar del cuidado por excelencia, el lugar donde atender las necesidades de los demás, de compartir los propios talentos libre y generosamente. Y si hay un aspecto que ha destacado particularmente este vínculo estructural, ha sido la trágica imposibilidad, a veces, de acompañar a los seres queridos en momentos de enfermedad y, en el momento de la muerte, de celebrar los funerales de los familiares. Un dolor terrible, precisamente porque era inhumano, contra natura.

El tema de la familia como lugar de transmisión de la fe merece un énfasis especial en este tiempo de pandemia. Debido a la emergencia el ministerio de la transmisión de la fe por la familia ha surgido de manera sorprendente, incluso en aquellos contextos (pienso en el mundo occidental y en las zonas urbanas) en los que el fenómeno de la secularización ha puesto en tela de juicio un cierto modelo de experiencia cristiana doméstica. Las grandes preguntas de significado que la emergencia sanitaria está haciendo más fuertes y urgentes encuentran su primer lugar de expresión dentro del hogar. ¡Cuántos padres, cuántos ancianos, intentan a diario releer a la luz de su experiencia creyente este tiempo difícil que está poniendo a dura prueba la vida de todos! ¡Cuántas palabras de consuelo hacia los pequeños están llenando los diálogos en tantas familias! ¡Cuántos debates con adolescentes y jóvenes, llamados a repensar su vida cotidiana y a cuestionarse con renovada voluntad! ¡Cuántas oraciones…! Verdaderamente muchas familias cristianas son hoy un lugar de profunda y verdadera catequesis, de testimonios excepcionales para no ceder a la tristeza y a la desesperación. Pero las familias alejadas de la vida eclesial o no creyentes no son menos: ofrecer razones de esperanza y razones de responsabilidad a los niños es ciertamente un servicio esencial para el Evangelio de la vida. No debemos olvidar toda esta rica experiencia cuando, por fin, nos libremos de las limitaciones de la pandemia.

Junto a esta riqueza, sin embargo, no podemos olvidar las muchas dificultades a las que se ven expuestas las familias en un momento tan difícil. La COVID-19 ha puesto de relieve y amplificado la fragilidad, las limitaciones, las graves responsabilidades tanto de los individuos como de la propia sociedad y de las propias familias. La grave crisis económica generada por la suspensión de muchas actividades a causa de la pandemia, lamentablemente sólo parcialmente atenuada por las intervenciones extraordinarias de los gobiernos, se ha extendido a la familia que, una vez más, es el primer y más eficaz amortiguador social, al menos cuando se le proporcionan suficientes medios económicos. En realidad, la crisis económica generada por la COVID-19 tiene efectos devastadores en las familias que ya padecen condiciones de pobreza grave y media, a las que se añaden las numerosas familias que antes de la pandemia vivían justo por encima del umbral de pobreza y que se encontraron de repente en una situación grave e imprevista. Las cifras de la FAO sobre el aumento del número de personas que padecen hambre son impresionantes, por no decir más.

Además de las dificultades económicas, no debemos olvidar las numerosas pobrezas estructurales y relacionales que la COVID-19 ha puesto de relieve. Casas destartaladas, instalaciones sanitarias inadecuadas, poblaciones enteras privadas de conexiones o suministros constantes hacen insoportable la vida de millones de familias. Por último, y la historia aquí se hace más dolorosa, no podemos callar el aumento de la violencia doméstica, especialmente contra las mujeres, así como el aumento de los embarazos entre las mujeres muy jóvenes y el abandono de los ancianos. La COVID-19 nos recuerda que, desafortunadamente no pocas veces, nuestras familias pueden ser verdaderos infiernos que no le importan a nadie.

Lo que hemos aprendido en la familia, viviendo juntos las alegrías y las labores de la vida, es una vez más el camino principal por el que podemos enfrentarnos a este tiempo cuyo final todavía parece muy lejano. Ciertamente, el ejemplo de muchas familias que se han ayudado y apoyado mutuamente en este difícil momento debe ser tomado en su poder de esperanza. También hay que destacar la valiosa experiencia de las comunidades parroquiales que han ayudado a los barrios a ser más familiares, más solidarios, más fraternos. Si podemos obtener una indicación de este tiempo sería la de intensificar las relaciones entre las familias y la parroquia para que juntas sean un signo de la presencia de Dios en la sociedad. Una presencia buena que ayuda a la sociedad misma a ser más fraternal. La última encíclica del Papa Francisco, “Fratelli tutti” también es una brújula para que las familias lleven a cabo su misión – integradas en el tejido de la comunidad parroquial – de dar testimonio de que nadie es huérfano o está solo. Por el contrario, somos “todos hermanos y hermanas”.

 Una teología de la familia

En mi opinión, esta nueva situación exige una nueva y más articulada teología de la familia. Como todos sabéis, se ha reflexionado mucho sobre la pareja y existen numerosos estudios sobre el matrimonio -entendido en su realización como pareja- sobre todo en la vertiente jurídico-canónica, aunque el Código de Derecho carece, en efecto, del Derecho de Familia. En la nueva sede de Madrid se ha iniciado un nuevo curso en este sentido. Sin embargo, una verdadera y propia teología de la familia es aún más rara, con algunas excepciones.

Frente a esta cultura hiper-individualista, es necesario proponer una fuerte reflexión sobre la familia, su vocación y su misión en el mundo contemporáneo. La Exhortación Apostólica Amoris Letitia proporciona el marco para tal profundización. Y estamos llamados a emprender nuevas perspectivas teológicas y pastorales. Desafortunadamente, la reflexión teológica sobre la familia como tal es débil y pobre, incluso hoy en día. Se ha pensado mucho en la pareja y existen numerosos estudios sobre el matrimonio -entendido en su realización como pareja- especialmente en el aspecto jurídico-canónico, aunque en el Código de la Ley el Derecho de la familia está prácticamente ausente. Pero aún más rara es una verdadera y propia teología de la Familia, con unas pocas y muy raras excepciones. Una teología del matrimonio más profunda es indispensable y urgente.

Y esto es lo que ha propuesto el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y la Familia. El nuevo plan de estudios apunta decididamente a rescatar la densidad humana y cristiana de la institución familiar, reconociendo en ella el lugar real de la fecundidad misma del sacramento cristiano.  La idea que guía el proyecto tiene un claro propósito: la familia, con toda la constelación de sus relaciones, internas y externas, que no es la simple “consecuencia” del matrimonio, es más bien su “desarrollo” y su continuación en la sociedad, en la Iglesia. La concreción de la historia familiar debe ser considerada, por lo tanto, como “materia noble” de la teología del amor humano: es esa teología “con los pies en la tierra” de la que habla Amoris laetitia. La teología, que ha precisamente redescubierto el carácter fundador del amor íntimo y fecundo de la pareja humana con su capacidad de referirse a las profundidades cristológicas y trinitarias del misterio del amor de Dios, se ha mantenido decididamente pobre en lo que respecta a la familia en la complejidad de sus relaciones. Es un vacío que debe ser colmado. Una nueva reflexión teológica es indispensable si queremos que la pastoral encuentre un nuevo vigor. Repetir lo que hemos dicho hasta ahora sirve de poco.

Este no es el lugar para exponer esta perspectiva correctamente. Me tomo la libertad de presentar la disponibilidad del Instituto Teológico Juan Pablo II para establecer aquí en Colombia un vínculo estable, como hemos hecho en otros países de América Latina, como Chile, Puerto Rico, Santo Domingo. Es indispensable iniciar una nueva reflexión teológica si queremos que el trabajo pastoral encuentre un nuevo vigor.

Me permito algunas reflexiones muy breves en esta línea, mostrando la urgencia de empezar de nuevo desde la Sagrada Escritura, desde la narración del Génesis para iluminar la vocación y la misión de la familia. Es necesario comprender en toda su extensión la decisión de Dios de confiar a la alianza del hombre y de la mujer tanto la “tierra” (para que se convierta en su “hábitat”) como la responsabilidad de las generaciones (es decir, los lazos que hacen la historia de la humanidad). Las primeras páginas del Génesis nos dicen que la historia del mundo y la historia de su salvación caminan sobre las piernas de esta alianza de Dios con el hombre y la mujer. Donde ella es activa y fructífera, el humanismo crece y la promesa custodiada por la fe es sostenida y honrada. Cuando esta alianza se desmorona, el humanismo se detiene y la promesa de la fe se mortifica.

Como se puede ver, estamos lejos de la familia romántica que la cultura contemporánea promueve: un amor de la pareja como el corazón, como la sustancia del matrimonio.  El texto bíblico habla de una alianza que tiene un sabor cósmico, histórico, un poder y una responsabilidad extraordinarios. A ese pacto Dios le confía toda la creación y toda la historia de las generaciones.

La alianza del hombre y la mujer que guía la historia

Hemos de recuperar la fuerza de la narración de la creación cuando Dios decide crear al humano. El autor bíblico repite tres veces, en dos versículos, que Dios hizo a Adán “a su imagen: varón y hembra los creó”. La vida humana no es la única forma de vida marcada por la diferencia sexual, pero es la única forma de diferencia sexual marcada por la imagen y semejanza de Dios. El varón, en la historia bíblica, es realmente “señor”, y la hembra es realmente “señora”. Ser a “imagen de Dios” no significa simplemente ser “copia” y “reproducción”, sino más bien constituirse en la forma apropiada de la diferencia, de la propia libertad, del propio señorío, del propio espíritu. El hombre y la mujer, en esta perspectiva, son interlocutores de Dios: que quiere ser amado y no sufrido. Es aquí donde se encuentra la raíz de la libertad y la dignidad “señorial” que Dios ha dado al hombre y a la mujer. Ellos son verdaderos interlocutores de Dios.

Ciertamente, el gesto creativo de Dios es un principio inspirador irremplazable para el señorío dado al hombre y a la mujer. Es difícil comprender sobre qué base este señorío bíblico podría ser mal entendido, como sucede en algunas voces de la cultura reciente, en el sentido de una autorización indiscriminada a una actitud prevaricadora, depredadora y destructiva de la especie humana. Es como atribuir a la palabra bíblica de Dios los horrores que condena claramente, precisamente en la revelación del inicio del mundo. Es precisamente cuando el ser humano evade la amable y justa entrega del señorío de Dios, que se convierte en prevaricador, violento y destructivo. Y no sólo hacia la naturaleza y la tierra, sino también dentro de ella: empezando por la relación entre el varón y la mujer.

También como resultado de esto, la forma en que se ha experimentado la diferencia ha sufrido muchas mutaciones y transformaciones. Las preguntas sobre el significado y los límites de estos cambios se han vuelto radicales. Ciertamente, podemos decir que todos nos hemos vuelto más sensibles a la necesidad de repensar la dignidad humana de esta diferencia, con especial atención a la condición de la mujer. En este registro, de hecho, la condición social y cultural de la mujer (incluida la eclesiástica), pide ser pensada en términos más coherentes. Esta profundización, ciertamente, no puede tener lugar sin la correspondiente reformulación de la calidad masculina del ser humano. La diferencia sólo puede entenderse en referencia con la relación, y viceversa.

“No es bueno que el hombre esté solo”

Por lo tanto, el ser humano debe ser buscado en conjunto, por el hombre y la mujer, y sin mortificar la dignidad humana de su diferencia: de lo contrario, el ser humano de todos nunca será encontrado verdaderamente. La narración bíblica habla de un “replanteamiento” de Dios. Y de este replanteamiento surge una maravilla completamente inimaginable: ¡la creación de la mujer! Dios acaba de crear al hombre, podríamos decir su obra maestra, después de haber creado toda la naturaleza. Todos tenemos en mente la conmovedora pintura de Miguel Ángel, que se encuentra en la Capilla Sixtina, donde se puede ver a un hermoso Adán, acostado como un príncipe, extendiendo su dedo hacia Dios. Y Dios corriendo hacia él, en una nube de ángeles, con su dedo apuntando hacia él, para comunicarle el aliento de la vida del alma, que sólo Dios puede dar. Pero Dios – continúa la narración bíblica – mirando a Adán tiene un fuerte segundo pensamiento, tanto que dice: “No es bueno que el hombre esté solo: voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gen 2, 18).

La primera curiosidad es precisamente ésta: ¿cómo es que Dios no pensó en ello antes? La belleza de la narración radica precisamente en la ternura que hay detrás de este replanteamiento, que no se debe al hecho de que la persona creada fuera defectuosa. Dios, mirando a Adán, se conmovió por su soledad. “No es buena” para el hombre esta soledad. Hay que hacer algo. Dios, inicialmente, presenta a Adán una cantidad inimaginable de seres vivos, para ver cómo los llama, y si algo se ilumina en él. El hombre da a todos los seres vivos un nombre, ¡otra gran imagen de señorío acordada a la criatura humana! – pero nadie le toca el corazón. Cuando Dios finalmente crea a la mujer, el hombre reconoce con entusiasmo la perfecta reciprocidad en esa diversidad. La mujer llega como el interlocutor perfecto, como la encarnación de la dignidad espiritual humana al femenino: ¡Esto es lo que Dios inventa, en su “replanteamiento”!

Eva no es una criatura de Adán, ni el fruto de su imaginación, y mucho menos un subproducto del varón. Eva es una criatura de Dios, como Adán. La extrañeza de Adán – ¡que duerme! – en la creación de la mujer, es precisamente el símbolo del hecho de que ella no es de ninguna manera una criatura del hombre. La famosa costilla, aquí, es para dejar claro que la humanidad de “ella” no es de ninguna manera ajena a la humanidad de “él”. Hay un pensamiento de la antigua sabiduría judía, recogido en el Talmud, cuya elegancia poética también devuelve la mejor exactitud de la interpretación teológica: “La mujer salió de la costilla del hombre: no de los pies para ser pisoteada, ni de la cabeza para ser superior, sino del costado para ser igual, un poco más abajo del brazo para ser protegida, y del costado del corazón para ser amada”.

Es un gran error eliminar la diferencia entre hombre y mujer. Esta eliminación, cualquiera que sea el plan de vida de uno, es una pérdida para todos. No se trata de negar, por supuesto, que la interpretación de esta diferencia y sus figuras sociales y culturales sigue siendo asignada a nuestra libertad y responsabilidad. Pero los rasgos fundamentales de esta diferencia y de la alianza a la que está destinada principalmente deben ser apreciados como un don, no concebidos como un obstáculo.

La diferencia es una bendición para la historia. La custodia de este pacto de hombres y mujeres, incluso pecadores y heridos, confundidos y humillados, desconfiados e inciertos, es por lo tanto una vocación apasionante para nosotros los creyentes en la condición actual. El Génesis muestra la dimensión fundamental de la relación entre las personas. De hecho, entre las personas y toda la creación. El mensaje bíblico es claro: el hombre y la mujer vienen de Dios y están inextricablemente unidos entre sí. Es imposible para ambos vivir sin el otro.

El hombre está estructurado para estar en comunión con los demás. Solo, está enfermo. Dios es así también, por lo que parece decir la Biblia en todas sus páginas. No es una soledad, no es individual por muy poderoso que sea. Es una comunión de tres Personas, diferentes entre sí pero cada una necesitada de la otra. Él es el misterio cristiano de la Trinidad en cuya imagen fueron creados el hombre y la mujer. El Dios cristiano no es un monoteísmo absoluto, es un monoteísmo generativo. Lo mismo sucede con la familia.

 La cuestión femenina ya al principio de la historia de la humanidad

El Creador confía a su alianza toda la creación. Sin embargo, les advierte de un peligro mortal: si hubieran sucumbido a la tentación de convertirse en los amos absolutos del bien y del mal – “comiendo” el fruto del árbol, que en cualquier caso enriquece “Su” jardín – se habrían destruido a sí mismos. Tenían todo a su disposición, excepto el fruto de ese árbol. Los dos eligieron escuchar la voz de la serpiente, desobedeciendo la voz de Dios. Y percibieron su desnudez.

Dios, frente a la confianza traicionada, se vuelve hacia ellos, mostrándoles las consecuencias negativas de su confianza en la serpiente: no sólo se trata de la fatiga de vivir que actúa como una reacción a la frustración de la ilusión de omnipotencia. Su propia relación se vería socavada por las mil formas de prevaricación y engaño mutuo. La historia continúa ilustrando ampliamente los efectos regresivos de esta relación, cuando se acumula la arrogancia y la seducción que están en discordancia con la intención original de Dios. El autor sagrado se detiene en el trágico momento de la salida de los progenitores del jardín de Dios. Cuando están a punto de salir del jardín Dios se conmueve y les cose dos vestidos para que no sufran demasiado por el frío de la historia. Y con una dureza sorprendente se dirige a la serpiente maldiciéndola: “Pondré enemistad entre ti y la mujer… ella te aplastará la cabeza” (Gn 3,15). Hay una enemistad original entre la mujer y el mal. Y la mujer es más fuerte: la aplastará. No entraré en detalles, pero es evidente que hay una fuerza propia de la mujer en la lucha contra el mal. Sabemos cuánto ha subrayado la teología católica la relación entre la mujer del Génesis y la del Apocalipsis, viendo a María en ellas. Pero, ¿no hay sin embargo una dimensión femenina a redescubrir? Desafortunadamente esta perspectiva nunca ha sido adecuadamente destacada. Por el contrario, una cierta cultura masculina se ha apoderado totalitariamente.

Pensemos, por mencionar algunos, en los excesos de una cultura patriarcal en la que incluso ha sucedido – y sigue sucediendo – tener que lidiar con la reducción de las mujeres ¡al umbral de la condición de mascota! Pensemos también en la reciente epidemia de desconfianza, e incluso de hostilidad, que se extiende hacia una alianza entre el masculino y el femenino que sea, al mismo tiempo, capaz de custodiar la riqueza de la diferencia entre el hombre y la mujer: en el respeto, en la amistad, en el amor, en el trabajo, en el pensamiento y en la vida social.

Entre los retos del presente tenemos precisamente el desafío de la posición de la mujer en la sociedad y por lo tanto también en la Iglesia. Sin embargo, hay que reconocer que son precisamente las mujeres las que se encuentran en el centro de esa cultura del cuidado de los demás que está en la base de toda forma de vínculo familiar. Son las primeros en practicarlo, con sus hijos, y siempre son ellas las que llevan la mayor carga de cuidar a los niños, los enfermos, los ancianos. Es fácil ver a los hombres huir, aún más que antes, ante la responsabilidad. Las mujeres deberían ser más escuchadas. Durante décadas, muchas mujeres en el mundo occidental se han rebelado contra el papel exclusivo de madres, creyendo, sin embargo, que se están realizando a sí mismas al conformarse al modelo masculino, a costa de privarse a sí mismas de la profunda gratificación afectiva que da la familia. Hoy en día, las mujeres jóvenes, en los países más avanzados, se enfrentan a muchas dificultades para tener una familia y criar a sus hijos: paradójicamente, a menudo les resulta más fácil tener éxito en su trabajo que tener un hijo a una edad temprana, y con el paso de los años, la concepción se hace cada vez más difícil. Para muchas personas, convertirse en madres es un sueño imposible, un deseo que se ve obstaculizado por la sociedad y la cultura de la época.

 Una Iglesia más familiar

El Papa Francisco, con la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, llama a una profunda renovación de la Iglesia. Hoy en día, las Iglesias, todas las iglesias, no pueden llevar a cabo la tarea que Dios les ha asignado en relación con la familia sin asumir ellas mismas los rasgos de una comunión familiar. En resumen, es indispensable un giro eclesiológico, una nueva forma de ser Iglesia, una nueva “forma ecclesiae”; una Iglesia entendida como “familia de Dios”. Cuando la Iglesia habla de familias, en realidad, habla primero de sí misma. En este sentido, cuando hablamos de la pastoral familiar significa hacer “familiar a toda la Iglesia”. El Papa sabe bien que no es fácil ni obvio aceptar este horizonte. Puede suceder que haya quienes deseen que la Iglesia se asemeje a un fiscal o a un notario que registre los cumplimientos e incumplimientos sin tener en cuenta las dolorosas circunstancias de la vida y la redención interior de las conciencias. Además, la Iglesia se ha comprometido por su Señor a ser valiente y fuerte precisamente en la protección de los débiles, en la redención de las deudas, en la curación de las heridas de padres y madres, hijos y hermanos; comenzando por aquellos que se reconocen prisioneros de sus faltas y desesperados por haber fracasado en sus vidas.

La Exhortación llama a las familias a sentir la responsabilidad de comunicar al mundo el “Evangelio de la familia” como respuesta a la profunda necesidad de familiaridad inscrita en el corazón de la persona humana y de la misma sociedad. Por supuesto, necesitan una gran ayuda en esta misión. El Papa habla, también en esta perspectiva, de la responsabilidad de los ministros ordenados. Y subraya con franqueza que “a menudo carecen de una formación adecuada para hacer frente a los complejos problemas actuales de las familias” (n.202). Y pide que se preste una atención renovada también a la formación de los seminaristas.

También hay que reflexionar sobre la relación entre las familias y las comunidades parroquiales. Hoy, por desgracia, estamos siendo testigos de una brecha a menudo profunda que separa a las familias de la comunidad cristiana. En resumen, podríamos decir que las familias no son muy eclesiásticas (porque a menudo están encerradas en sí mismas), y las comunidades parroquiales no son muy familiares (porque a menudo están atrapadas en una burocracia exasperante). Este es un punto crucial que nos llevaría a decir: no se trata de revisar la pastoral familiar, sino de transformar toda la pastoral en una perspectiva familiar. Por lo tanto, se necesita un nuevo horizonte que rediseñe la propia parroquia como una comunidad que es en sí misma una familia. Y aquí se cuestionan todos los aspectos de la vida pastoral, desde la iniciación cristiana hasta la pastoral juvenil, desde la liturgia dominical hasta la celebración de los sacramentos.

Y si es cierto que el matrimonio es indisoluble, la indisolubilidad del vínculo de la Iglesia con sus hijos e hijas es aún más verdadera: porque es como el que Cristo estableció con la Iglesia, llena de pecadores que fueron amados cuando aún eran tales. Y nunca son abandonados, ni siquiera cuando vuelven a caer. Esto, como dice el Apóstol Pablo, es precisamente un gran misterio, que va mucho más allá de cualquier metáfora romántica de un amor que permanece vivo sólo en el idilio de “contigo pan y cebolla”.

Esta eclesiología más esencial de la familia es el horizonte hacia el cual el Papa quiere llevar el sentimiento cristiano en esta nueva era. Esta transformación requiere una nueva y familiar forma de concebir y vivir la Iglesia en este cambio de época.

Creo que es decisivo para la pastoral inventar lo que yo llamaría “fraternidad entre familias”. En el Nuevo Testamento se puede ver claramente esta perspectiva que llamamos “iglesia doméstica”, es decir, ese grupo de familias que se reunían en una casa más grande. Así fue en los comienzos del cristianismo. Hoy en día es esencial retomar esta inspiración. Por lo tanto, no se trata sólo de repensar la pastoral familiar, sino de hacer toda la pastoral desde una perspectiva familiar. Una perspectiva de “fraternidad entre familias” debe ser promovida en todos los sentidos. La encontramos ya presente en movimientos y asociaciones. Pero debe ser promovida a nivel general involucrando a todas las parroquias y asociaciones.

Se trata de estar no sólo dentro de la vida de la parroquia, sino también dentro de la vida de la ciudad, de toda la sociedad, donde las familias están llamadas a hacer su contribución como levadura de “familiaridad” en la sociedad.