El amor es más fuerte que la muerte Mons. Oscar Arnulfo Romero

Mons. Oscar Arnulfo Romero

El Papa Francisco ha aprobado el milagro atribuido al Arzobispo Oscar Arnulfo Romero y ha anunciado su canonización para el 14 de octubre de 2018, en medio del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes. La canonización de Romero es un don extraordinario para toda la Iglesia católica en este comienzo de milenio. También lo es para todos los cristianos, como lo demuestra la atención de la Iglesia anglicana, que en el año 2000 colocó la estatua de Mons. Romero en la fachada de la Catedral de Westmister junto a la de Martin Luther King y de Dietrich Bonhoeffer. Es también un regalo para la sociedad humana, como lo demuestra la decisión de las Naciones Unidas de establecer el 24 de marzo – día del asesinato de Romero – el “Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas”.

Hay que darle las gracias a Benedicto XVI que ha seguido la causa desde el principio y que el 20 de diciembre de 2011 –un poco más de un mes después de su renuncia- decidió desbloquearla para que pudiera continuar su proceso ordinario, pasando de la Congregación para la Doctrina de la Fe a la Congregación para las Causas de los Santos. Y pienso también con gratitud en San Juan Pablo II que quiso recordar a Monseñor Romero en la celebración de los Nuevos Mártires durante el Jubileo del año 2000, insertando su nombre, ausente en el texto preparado por el Oficio Litúrgico, en el oremus final. Y estamos particularmente agradecidos al Papa Francisco por haber aprobado primero el proceso de beatificación y luego por querer unir en una sola celebración a Pablo VI y a Romero que consideró a Montini como su inspirador y su defensor. El empeño de la Congregación para las Causas de los Santos -bajo la guía del Cardenal Angelo Amato- ha sido atento y solícito.

Ahora, cuando vemos que se cumple el nada fácil proceso de la causa, es el momento de la alegría. El sensus fidelium, en verdad, no ha fallado nunca, ni en El Salvador ni en ningún lugar del mundo, en lo que se refiere a la santidad de Mons. Romero. Su martirio dio sentido y fuerza a muchas familias salvadoreñas que habían perdido familiares y amigos durante la guerra civil. Su memoria se convirtió inmediatamente en la memoria de las otras víctimas, quizás menos ilustres, de la violencia. Como Romero, que se había inclinado, lleno de emoción, para velar el cuerpo del p. Rutilio Grande, muchos salvadoreños no han cesado en estos años de ir a su tumba para encontrar la fuerza a través de su arzobispo mártir.

Finalmente, después de un largo trabajo que ha encontrado muchas dificultades tanto en lo que se refiere a las oposiciones contra el pensamiento y la acción pastoral del arzobispo como en la situación conflictiva surgida en torno a su figura, el proceso ha llegado a su conclusión. Romero puede ser considerado el primer santo de la larga estirpe de los nuevos mártires contemporáneos. El 24 de marzo, día de su muerte, se convirtió, por decisión de la Conferencia Episcopal Italiana, en una “Jornada de oración por los misioneros mártires”. El mundo ha cambiado mucho desde aquel lejano 24 de marzo de 1980. En el 89 tuvo lugar la caída del muro de Berlín, y años después, el 11 de septiembre de 2001, llegaron los días dramáticos de un resurgimiento terrorista, mientras que un clima de violencia e ira parecía extenderse por todo el mundo. Y sin embargo el recuerdo de Romero sigue tocando y conmoviendo los espíritus de muchos. El simbolismo de su muerte en el altar, mientras celebraba el sacrificio eucarístico, lo convirtió en un testigo particularmente elocuente de ese amor por los pobres que no conoce límites. Este pastor de un pequeño país centroamericano está ahora en lo alto, entre los santos, como ya se puede ver en la cúpula de la Catedral de San Salvador, donde fue pintado junto a San Juan XXIII y a Santa Madre Teresa de Calcuta: tres santos del amor. Y no carece de importancia que su canonización tenga lugar en un momento en que en la Cátedra de Pedro hay, por primera vez en la historia, un Papa latinoamericano que quiere una “Iglesia pobre, para los pobres”. Es una coincidencia providencial. La canonización de Romero forma parte de esa Iglesia “en salida” a la que el Papa Francisco nos invita a todos a vivir.

Romero un pastor

No hay duda de que la acción pastoral de Romero tiene sus raíces en el testimonio martirial del padre Rutilio Grande. Este jesuita era un hombre bueno y generoso, diferente de sus hermanos de San Salvador, en su mayoría intelectuales progresistas de origen ibérico. Rutilio, de origen salvadoreño, dejó la enseñanza universitaria para ir entre los campesinos de un pequeño pueblo, Aguilares, viviendo en un cuartucho con una cama, una mesita de noche, una pequeña luz, una Biblia. Allí creó un movimiento de comunidades cristianas en el que participaban miles de campesinos pobres.

Romero estaba muy cerca de él y lo consideraba un hombre de Dios. En la noche de aquel 12 de marzo de 1977 Romero veló toda la noche frente al cuerpo de su amigo y de los dos campesinos asesinados con él en una emboscada. Había sido nombrado arzobispo de San Salvador hace pocos días, y aún no se había familiarizado con sus funciones. En ese momento se sintió muy conmovido al ver a su amigo asesinado y a los muchos campesinos que llenaban la pequeña iglesia. Romero -confió a un amigo un año después- se dio cuenta de que aquellos campesinos habían quedado huérfanos de “padre” y que ahora le correspondía a él, como arzobispo, ocupar su lugar incluso a costa de su vida. Aquella misma noche sintió -escribió Romero varias veces- una inspiración divina para ser fuerte, para asumir una actitud de fortaleza, mientras que en el país, marcado por la injusticia social, aumentaba la violencia: se trataba de la violencia de la oligarquía contra los campesinos, la violencia de los militares contra la Iglesia que defendía a los pobres, y también la violencia de la guerrilla revolucionaria.

Según una vulgata muy difundida, aquella noche Romero experimentó una conversión, pasando de una orientación formal tradicionalista al amor por los pobres que también se expresaba en la política. Romero, siempre lo negó. Dijo en marzo de 1979: “Yo no hablaría de conversión como muchos dicen -se puede entender si se quiere- porque siempre he sentido afecto por el pueblo, por los pobres. Antes de ser obispo fui sacerdote en San Miguel durante veintidós años… Cuando visitaba los cantones sentía un verdadero placer por estar con los pobres y ayudarlos…. Cuando llegué a San Salvador, sin embargo, la misma fidelidad sobre la cual había querido inspirar mi sacerdocio me hizo comprender que mi afecto por los pobres, mi fidelidad a los principios cristianos y mi adhesión a la Santa Sede tenían que tomar una dirección ligeramente diferente. El 22 de febrero de 1977 tomé posesión de la Arquidiócesis y en esa fecha hubo una ráfaga de expulsiones de sacerdotes…. El 12 de marzo de 1977 tuvo lugar el asesinato del p. Rutilio Grande… Tuvo un fuerte impacto en la diócesis y me ayudó a tener fortaleza”.

Romero creía en su función de obispo y primado del país y se sentía responsable de la población, especialmente de los más pobres: por eso se hizo cargo de la sangre, el dolor y la violencia, denunciando las causas en su carismática predicación dominical seguida en la radio por toda la nación. Podríamos decir que se produjo una “conversión pastoral”, gracias a la adquisición, por parte de Romero, de una fortaleza indispensable en la crisis en la que se encontraba el país. Se hizo defensor civitatis según la antigua tradición de los Padres de la Iglesia, defendió al clero perseguido, protegió a los pobres, afirmó los derechos humanos. Un informe no muy favorable a la acción pastoral de Romero decía: “Romero escogió al pueblo y el pueblo escogió a Romero”. Bueno, lo que a algunos les pareció una acusación fue en verdad el más hermoso elogio para un pastor. Romero “olía a oveja” y éstas se daban cuento de ello. ¡Es conmovedor ver a los campesinos que todavía hoy le hablan, arrodillados ante su tumba! Fue obispo según la mejor tradición, enriquecida por la gran enseñanza del Vaticano II.

El clima de persecución era palpable. Pero Romero se convirtió claramente en el defensor de los pobres ante la cruel represión. Después de dos años como arzobispo de San Salvador, Romero contaba con 30 sacerdotes perdidos, incluyendo aquellos que fueron asesinados, expulsados o movilizados para escapar de la muerte. Los escuadrones de la muerte mataron a decenas y decenas de catequistas de las comunidades de base, y muchos de los fieles de estas comunidades desaparecieron. A todo esto se añadieron las profanaciones de las iglesias y del Santísimo Sacramento. En resumen, un clima de terror tenía por objeto desalentar el más mínimo deseo de cambio de la situación. La Iglesia fue la principal acusada y, por lo tanto, la más afectada. Romero se resistió y aceptó dar su vida para defender a su pueblo.

 Asesinado en el altar durante la Santa Misa

Lo asesinaron en el altar. En él querían atacar a la Iglesia que brotaba del Concilio Vaticano II. Su muerte -como muestra claramente el cuidadoso examen documental- no fue causada simplemente por motivos políticos, sino por el odio a una fe amasada de caridad que no permaneció en silencio ante las injusticias que implacable y cruelmente golpeaban a los pobres y a sus defensores. El asesinato en el altar -una muerte indudablemente más incierta ya que había que disparar a una distancia de treinta metros- tenía un simbolismo que sonaba como una terrible advertencia para cualquiera que quisiera continuar por ese camino. El mismo Juan Pablo II lo constata con rotundidad: “lo mataron precisamente en el momento más sagrado, durante el acto más elevado y divino… Un obispo de la Iglesia de Dios fue asesinado en el ejercicio de su propia misión santificadora, ofreciendo la Eucaristía”. Y varias veces dijo: “¡Romero es nuestro, es de la Iglesia!”.

De hecho, Monseñor Romero fue obispo al servicio del Evangelio y de la Iglesia, como ya se desprende de su lema episcopal: “sentire cum ecclesia”. Y había hecho de la preocupación fundamental de la Iglesia, la “salus animarum”, su prioridad: permaneció en medio de su pueblo incluso a costa de su vida. La imagen de Romero político está lejos de toda su historia y de su formación espiritual y cultural. Y si Romero a veces entró en el campo de la política, lo hizo porque se vio obligado y sólo para defender a la Iglesia y al pueblo, perseguido por un régimen y por hombres despiadados y mentirosos. No era un intelectual, un teólogo, un organizador, un administrador. Ni siquiera un reformador. Y menos aún un político, como alguien ha querido considerarlo, usando su nombre para sus propios fines. Romero era un hombre de Dios, un hombre de oración, un hombre de obediencia y de amor por la gente. En una homilía del 17 de febrero de 1980 dijo claramente: “lo que yo intento no es de ninguna manera hacer política. Si por una necesidad del momento estoy iluminando la política de mi patria, es como pastor, es desde el Evangelio, es una luz que tiene la obligación de iluminar los caminos del país y aportar como Iglesia la contribución que como Iglesia tiene que dar”.

 Romero y la elección de los pobres

Romero siempre amó a los pobres. Cuando aún era un joven sacerdote en San Miguel fue acusado de comunismo porque pidió a los ricos que dieran a los cultivadores de café los salarios justos. Les dijo que, al no hacerlo, no sólo iban en contra de la justicia, sino que ellos mismos abrían las puertas al comunismo. Todos los que lo conocieron como simple sacerdote recuerdan su emoción y su ternura hacia los pobres que encontraba. Especialmente causó mucha impresión su interés por los niños de San Miguel que lo llevó a organizar una cantina también para ellos. La generosidad era una característica muy propia de él. Un pequeño episodio muestra su “exageración”, como alguien dijo de él. Una vez que recibió un pollo para comer, en el camino una mujer pidió ayuda e inmediatamente se lo dio, sin prestar atención a las quejas del conductor que le dijo que en el episcopado no había nada para comer. Por supuesto que también frecuentaba a los ricos, pero les pedía que ayudaran a los pobres y a la Iglesia, como una forma de salvar sus almas.

Romero comprendía cada vez más claramente que para ser el pastor de todos tenía que empezar por los pobres. Poner a los pobres en el centro de las preocupaciones pastorales de la Iglesia y, por tanto, también de todos los cristianos, incluidos los ricos, era la nueva vía pastoral. El amor preferencial por los pobres no sólo no extinguía el amor de Romero por su país, sino que, al contrario, lo sostenía. Fue el obispo defensor pauperum según la antigua tradición de los Padres de la Iglesia. En este sentido Romero no era un hombre partidista, aunque a algunos pudiera parecerlo, sino un pastor que quería el bien común de todos, pero partiendo, de hecho, de los pobres. Nunca dejó de buscar caminos para llevar la paz al país.

En los últimos meses de su vida, algunos sectores progresistas de la Iglesia, que lo habían exaltado anteriormente, lo criticaron duramente por apoyar un nuevo gobierno, con soldados reformistas y demócrata-cristianos. Romero sabía que el país estaba cayendo en una guerra civil. Y quería evitarlo por todos los medios. Muchos, en cambio, tenían categorías mentales de revolución o maximalistas según las cuales cualquier poder constituido debía ser rechazado. Las reformas fueron estimuladas por Romero, pero la izquierda las consideró un engaño porque éstas disminuían la tensión revolucionaria. Romero no pensaba lo mismo. Viendo los sufrimientos del pueblo, se preocupaba por aliviarlos en todos los sentidos, incluso con caridad individual, dando limosna, o recomendando a las personas para los trabajos y ayudando materialmente a los necesitados… Otros católicos, por otra parte, pensaban que este tipo de caridad no sólo no ayudaba, sino que era incluso perjudicial porque sostenía un sistema político injusto.

 Romero, hombre de Dios y de la Iglesia

Romero era un hombre de Dios, un hombre de oración, de obediencia y de amor por las personas. Rezaba mucho: se enojaba si en las primeras horas de la mañana, mientras rezaba, lo interrumpían. Y era severo consigo mismo, apegado a una antigua espiritualidad de sacrificios, de cilicio, de penitencias, de privaciones. Tenía una vida espiritual “lineal”, aunque tuviera un carácter difícil, y fuera riguroso consigo mismo, intransigente, atormentado. Pero en la oración encontraba descanso, paz y fuerza. Cuando tenía que tomar decisiones complicadas y difíciles, se retiraba en oración.

Fue un obispo muy fiel al Magisterio. En sus cartas emerge claramente la familiaridad con los documentos del Vaticano II, de Medellín, de Puebla, de la doctrina social de la Iglesia y en general de los demás textos pontificios. Pude hacer una lista de las obras de su biblioteca: en su gran mayoría está ocupada por los textos del Magisterio. En el archivo está conservados los discursos que Romero escribía a dos nuncios cuando debían explicar los textos conciliares. El cardenal Cassidy cuenta que en 1966 con Romero y algún otro sacerdote tenían a menudo jornadas de profundización sobre los textos del Vaticano II. Romero había recogido un extenso archivo de citas (unas 5000 fichas) para predicar, tomadas principalmente del Magisterio. Veinte días antes de su muerte, el 2 de marzo de 1980, en una homilía dominical afirmó: “Hermanos, la mayor gloria de un pastor es vivir en comunión con el Papa. Para mí el secreto de la verdad y de la eficacia de mi predicación es estar en comunión con el Papa. Y cuando veo en su Magisterio pensamientos y gestos parecidos a los que necesita nuestra Iglesia, me lleno de alegría”.

Muchas veces se dice que Romero fue subyugado por la teología de la liberación. Un periodista le preguntó: “¿Está usted de acuerdo con la teología de la liberación?” Romero respondió: “Sí, así es. Pero hay dos teologías de la liberación. Una es la que ve la liberación sólo como liberación material. La otra es la de Pablo VI. Yo estoy con Pablo VI”. Y el testimonio que pude recoger del Padre Gustavo Gutiérrez es significativo: “Monseñor Romero fue ante todo un pastor, esta es la primera característica que se manifestaba en cuanto uno se ponía en contacto con él. Fue un auténtico testigo de la verdad del Evangelio, con una formación espiritual y teológica que podemos llamar tradicional. No era una persona que estuviera a merced de las opiniones de los demás, no era manipulable. Su fe lo llevaba a discernir los puntos de vista y las realidades que se le presentaban. Era un hombre libre. La razón de esta libertad radicaba en su sentido de Dios, que le permitía mantener la serenidad incluso ante la muerte”.